Abuelo Thomas.

Sur de Argentina, Patagonia rica en frutos, mi padre que en un arrebato de nostalgia nos pide:

– Vamos todos, el lugar es hermoso, qué hago yo con un chalet de dos plantas que me dan para vivir?

Se entusiasma hasta mamá, nos vamos. La inmensa casa, chalet de tejas , tenía infinitas habitaciones en un piso y otro. A un lado del escritorio de mi padre, de los lavaderos y la habitación de costura, había un inmenso galpón. Arriba se almacena el lúpulo para la cerveza, abajo la inmensa carpintería donde en aquel tiempo, se hacían cajones de madera para embalar prolijamente, envueltas en suave papel satinado, manzanas y peras.

Ahí conocí al primer checoslovaco que vi en casi toda mi vida. Era un hombre mayor de cabello blanco, ojos de piedras, azules intensos, alta figura delgada y sonrisa triste.

– Le diremos abuelo Thomas- decretó mi hermana- pobre, perdió toda su familia en la guerra y se escapó por poco.

Mi hermana tenía quince años y yo, apenas cinco así que, sin entender de qué guerra hablaba, comencé a llamarlo abuelo Thomas.

Al principio yo pasaba horas en la carpintería donde el abuelo me daba todo tipo de trozos de pequeñas maderas. Cada vez que le decía abuelo, se le iluminaban un poco las piedras azules de sus ojos.

Mi hermana acaparaba toda su atención: ella lo hacía hablar y lo escuchaba con atención. El abuelo tenía un acento extraño en mis oídos, le entendía poco.

Hubo una discusión entre mi madre y la cocinera que dejaron en el chalet. Al abuelo y los jóvenes que a veces lo ayudaban, les hacían otro menú. Mi madre consideró eso tan injusto que pidió que sacaran a la cocinera para otro establecimiento porque nosotros comíamos sólo lo que ella cocinaba.

Desde ese día mi hermana por voluntad propia y por agradecimiento al gesto de mamá, la ayudó en la tarea. Por eso, con el tiempo, mi hermana heredaría la mano sabrosa de mi madre.

El abuelo y sus ayudantes, cuando los tenía, comían en la cocina. Por más que mi hermana protestó para sentarlos en el comedor: no se pudo hacer nada. Los horarios de los trabajadores eran otros que los de mi padre. Eso quedó en un: a ver, cómo lo solucionamos, que llegó en las fiestas de fin de año.

A medida que pasaban los días el abuelo fue incorporándose a nuestras vidas. En silencio, pero estaba. Y mi madre incluso llegó a comprender alguna receta de su país que eran diferentes a sus comidas italianas. Pero la que se entendía mejor con él era mi hermana.

Cuando instalaron mi cuarto de juegos y mi primer biblioteca en el segundo piso, un lujo inesperado para mí, conocí también la habitación del abuelo que estaba en ese piso. Prolijo, ordenado y siempre lector, descansaba sus horas en aquel reducido espacio,donde tal vez, se sentía seguro.

– Tiene una sobrina en Argentina!- gritó un día mi hermana entrando como una tromba. Papá leía el diario, mi madre tejía algo, mi hermano no estaba ahí, yo jugaba junto al hogar a leña.

Fueron necesarias muchas preguntas para que mi hermana aclarara que hablaba del abuelo Thomas. Que antes de partir había entregado su sobrina a un matrimonio argentino pues la niña ya había quedado huérfana. Después cuando él pudo escapar, no logró encontrarla y se instaló allí como carpintero, ya no la buscó.

Y quién se encargaría? Pero por supuesto que mi hermana, con la ayuda de mi padre y mi madre. Fueron meses de averiguaciones, cartas al correo, cartas perdidas, cartas rastreadas y después de meses: una respuesta!

El abuelo sentado en la cocina escuchó atento la lectura atropellada de mi hermana. Los ojos de piedra se fueron haciendo de agua. Papá le palmeaba el hombro, mamá le servía café y yo me sentía celosa y me sentaba en su falda.

No puedo precisar la fecha pero yo aún tenía clases y hacía frío, en la Patagonia casi siempre hace frío, y las cartas y preparativos llegaron casi hasta fin de año.

Finalmente llegó “Clarita”, la sobrina del abuelo Thomas. Su nombre había sido cambiado por el matrimonio que la adoptó. Había llegado a Argentina con casi quince años, había vivido otros tantos. No se había casado y vivía aún con sus padres adoptivos. Era maestra.

No vi el encuentro, estaba en clases, los vi después en la casa. Siempre tomados de la mano y aprovechando para hablar su extraño idioma cuando estaban solos.

Clarita se quedó hasta las fiestas de fin de año. Se hizo muy amiga de mi madre y mi hermana. Pasamos navidad y el Año Nuevo juntos. Mi padre tiró más luces de bengala que nunca, abrió más botellas de champán que nunca y en familia, bajo la gran mesa que protegían los gigantes pinos, comimos hasta hartarnos y nos sentimos felices. Abuelo Thomas no soltaba la mano de Clarita y al dar las doce campanadas del nuevo año, se abrazaron y lloraron. Mucho, mucho, lloraron.

Quién sabe cuántos horrores, cuántos muertos, cuánta familia y recuerdos lloraron? Nosotros tratamos de dejarlos tranquilos y alegramos la noche con muchas luces de bengala.

Ese año sería muy especial para nosotros pero por entonces no lo sabíamos y estábamos tan felices por el abuelo y su sobrina. De esa visita que lo rejuveneció y que nos dió motivos para ir y venir con más ánimo. Sentíamos, sobre todo mi hermana, que había hecho algo bueno.

Ese años, muchos meses después nos despedimos del abuelo Thomas. Nos abrazó a todos, nos dio pequeños amuletos de madera, nos bendijo en su idioma y sus ojos azules, más de agua que nunca, nos dijeron en secreto que le dolía la despedida.

Mis verdaderos abuelos habían muerto jóvenes así que Thomas, abuelo checoslovaco, fue el último que tuve y allá, lejos, al Sur de Argentina, quedó su dulce figura que nunca olvidaré.

Llegaron las garzas

La mañana que comenzaron a llegar las garzas nosotros, los seis primos que siempre estábamos con la abuela, llegamos un poco tarde al río. Es que la abuela se había quejado toda la noche de un dolor de espaldas como si » cargara dos o tres muertos», dijo. Así que hasta que no le dimos un calmante y la dejamos en su cama confortable, no fuimos a la competencia de canotaje. Igual nos tiramos al río y nos llamaron la atención las garzas. Paradas y sin miedo, casi sin volar ante nuestra presencia. Pero al regresar en el ocaso, no las vimos.

Al día siguiente la abuela despertó en un grito de » diez muertos sobre mi espalda» y llamamos su médico que le dió calmantes y le dijo:

– No son muertos abuela, son sólo años…

– Qué sabrás- respondió ella mientras se adormilaba por la inyección.

Cuando la vimos calmada fuimos al río para ver el final de la competencia y nos llamó la atención cómo había crecido el número de garzas. Seguían tranquilas, prácticamente ni se movían de la orilla. Al oscurecer se fueron.

Al día siguiente fue necesario internar a la abuela que para entonces tenía más de cincuenta muertos en su espalda y fue el momento de llamar al resto de la familia.

Mientras la abuela seguía juntando muertos arriba de su frágil espalda nos íbamos enterando de la » invasión de garzas» como decían las radios, los diarios y el único canal de televisión del pueblo. Entre los quejidos de la abuela y la desesperación de la familia logramos ver en fotos y pantallas un río totalmente tapado de garzas. Algo insólito, pero nosotros sólo atendíamos el quejido de la abuela y los innumerables muertos que cargaba en su espalda.

Al amanecer del octavo día la abuela se sentó en su cama y con voz muy clara nos dijo:

– Ahora me los llevo conmigo.

Después se durmió plácida casi sonriendo, estiró su espalda y acomodó su cuerpo y fue dejando de respirar con lentitud. Cuando ya no respiró más sentimos el golpeteó de alas frente a los ventanales que daban al Oste. Las garzas, como la abuela, se retiraron.

Mujer hielo

Cuando llegaba el verano se congelaba. Tenía predisposición a ejecutar un ritual que destrozaba el calor que en el pueblo era terrible y se iba enfriando hasta el grado de congelación.

Cierto que el calor en aquel pueblo era ardiente y solía derrumbar a más de un mortal. Los pájaros caían achicharrados desde los árboles.

Los montes cercanos se incineraban solos y las chicharras gozaban de su canto durante cinco o seis meses.

Los arroyos se volvían hilos desparejos que a veces no iban a ningún lado. El río solía quedar expuesto y su suelo de rocas emergía desnudo y brutal.

Era difícil dormir y difícil despertar. Un letargo sordo se asentaba desde la media mañana y hasta el atardecer, el aire parecía detenido y el sudor del pueblo entero ascendía desde las veredas ardientes.

Nada de esto la afectaba, nada la tocaba pues ella entraba en su estado de congelación. Su casa, antigua y despintada, era el único rincón fresco del pueblo. Su cuerpo de hielo, hundido en la penumbra daba un respiro al viajero, era el paradero de los afiebrados y el oasis de los sedientos.

Todos los pueblos del mundo tienen personajes extraños pero sólo aquel logró una puta de puro hielo en medio de un pueblo infernal y sediento.

Lydia

Se levantó a las 5am como desde hacía años para comprobar la temperatura del agua, tomar un jugo, ponerse el traje de baño, estirar los músculos y dejar caer el cuerpo en la piscina climatizada de la casa donde vivía desde los cinco años. Lentamente fue nadando hasta estirar bien los músculos y tomar ritmo. Una hora de natación diaria, su momento favorito del día y de esa casa que, nunca pudo considerar propia. Sabía que de acuerdo al testamento de su madrastra, doña Lilian, sí lo era. Sabía que don Mauro, el esposo muerto, le había dado su apellido por exigencias de su madrastra. Sabía que le pertenecía porque su madre biológica, se lo había contado antes de morir. Don Mauro era su padre.

Cuando Carmen, su mamá, murió se la encargó a doña Lilian, le dejó una carta. Y ella se hizo cargo de todo. Del papeleo, de llevarla e instalarla en la gran casona como una hija más, de obligar al marido a reconocerla. No fue una madrastra cariñosa pero no escatimó gastos con ella, no estableció diferencias con sus hijos propios, dos varones y una mujer, y le dió a Lydia todas las oportunidades para crecer, estudiar y viajar que jamás soñó tener.

Cuando don Mauro murió y los hermanastros se alejaron por estudios y por sus posteriores casamientos, Lydia tuvo a doña Lilian para ella sola. Se transformó en su secretaria, su dama de compañía y su confidente. La acompañó en las finanzas, en los viajes y en las presentaciones de productos de la fábrica. Cuando inauguraron la piscina climatizada de 25 metros de largo, buscaron un profesor de natación. Lydia aprendió rápidamente y doña Lilian la impulsó a desarrollarlo como deporte.

El profesor era un joven castaño de curiosos ojos azules y sonrisa franca. Fue de los pocos hombres que Lydia deseó pero no se animó. Tuvo novios y amantes, su madrastra no la inhibía para nada, tuvo bailes y parrandas. Pero nunca se enamoró como para considerar casarse. Su vida era plena, le gustaba su trabajo, su casa y amaba a su madrastra. No le faltaba nada, pero el profesor de natación… le había movido algún resorte interno y sin embargo, aún cuando él se insinuó, no pudo o no quiso.

Esa mañana y la anterior se había levantado con jaqueca. Tal vez ya son esas cosas de la menopausia, opinó doña Lilia que ya no bajaba a la piscina. Lydia ya tenía más de cuarenta y su cuerpo aún conservaba la turgencia juvenil.

Esa mañana se deslizó en el agua como siempre, la puntada en las sienes no la detuvo. Iba dando brazadas suaves cuando lo vió debajo de ella, nadando boca arriba, guiñando un ojo cómo hacía veinte años. Rápidamente llegó al borde y se quitó las gafas. Había un gran silencio como siempre a esa hora y la piscina era un plato de agua transparente. Se colocó de espaldas y nadó con elegancia, la cabeza apenas le dolía ya, respiró aliviada y en la segunda piscina lo volvió a ver, nadaba en el otro carril, brazada a brazada con ella.

El dolor se agudizó, la cabeza le estallaba y sintió ese abrazo masculino, ese beso que demoró veinte años, sintió tal placer que se orinó en el agua y ni cuenta se dió que la muerte era inminente aunque la llevaba con figura de profesor de natación.

Mujer arena

Era toda ella un ser de arena, infinita, escapista, eterna. No tenía edad, era siempre igual pero distinta, valga la paradoja.

Había sido, según contaban pero nunca lo creí, madre y esposa fiel, cuando la conocimos era soltera y de edad indefinida, trabajaba con manos de artista cuadros de bajo costo. Era ser de playa, siempre estaba ahí o allá, cada verano, y nadie sabía dónde estaba en invierno. Pintaba todo el día y al atardecer, bajo la media luz del ocaso, vendía sus cuadros de tamaños diversos, a los turistas.

Hablaba con todos o a veces, con nadie, puede ser lo mismo. Era indefinida y triste, también solía cantar mientras ofrecía sus cuadros.

Con los años se transformó en la atracción de la zona, no por desearlo sino porque sí, porque en realidad era enigmática y atrayente.

De noche bajaba a la playa y nadaba. Una hora o dos jugueteaba con eso de ser sirena o pez. Nadie osó nunca molestarla.

Tenia una voz con sonido de arpegio musical impreciso y una cabellera extensa que cubría sus faldas coloridas. Una mujer con semejante misterio puede pasar desapercibida o por el contrario, hacerse famosa sin hacer demasiado. Fue este el caso de la mujer Arena, nunca le conocimos otro nombre y así firmaba sus cuadros. Los amores se los llevaba de noche a la playa cuando jugaba en las olas. Pero eso decían porque de verdad, nadie supo el nombre de ninguno de los amantes que le inventaron.

Cuando amanecía en la playa, tendida sobre su propia falda, parecía tener en su cuerpo una energía de soles y lunas que la embellecían sin que ese fulgor se entendiera.

Qué misterio esa mujer Arena, dejó un montón de cuadros, un montón de polleras coloridas, miles de rumores sin comprobar, un seudónimo que como ella era extraño y una vida pasajera, como la arena misma de esa y de otra y de todas las playas del mundo que conocemos.

Martha duerme sola

Desde niña y a pesar de sus pesares, decidió dormir sola. Y ni una sola vez durmió en un campamento escolar. Siendo como era simpática, buena alumna y mejor compañera.

– No compartiré mi sueño ni mi cama con nadie…ni siquiera la misma habitación.

Me llamaba la atención que soportara estoicamente todo tipo de burlas e insinuaciones. La admiraba por tomar esa decisión y mantenerla.

Pero llegó la Universidad, su vida lejos de complicarse, se liberó. Tenía dinero suficiente como para dormir sola, sin dudas. Pero llegó el amor y fueron muchos, montones de amores.

– Nunca me quedé a dormir con ninguno- dijo solemne y le creímos, porqué no?

Después le llegó el otro amor, con mayúscula, anillo y promesa de casamiento. Y la vimos casarse y la vimos feliz. Y ya nadie le preguntó nada, era obvio que había encontrado con quién dormir.

Dejamos de vernos casi por veinte años. Cuando nos reencontramos la alegría fue mutua. Seguía luciendo su sonrisa transparente y un cabello hermoso. Tenía cuatro hijos y su cintura no lo denotaba. Cuando se lo dije me hizo un guiño:

– Es el secreto de dormir sola…

– Pero – asombradísima pregunté- cómo es eso? Y tu marido?

– Acuerdo prenupcial- me aclaró tomando un largo sorbo de vino.

– Y tus hijos? No…?

Nada, me explicó, los hijos se habían acostumbrado a las habitaciones contiguas. Y en su mundo, era normal.

Después cuando su vida casi tocaba el ocaso, me confesó que se había enamorado como una adolescente de un pintor de vanguardia. Que hizo lo inconfesable por no traicionar a su marido pero la pasión la pudo. Arrebolada de rosa su cara, en nuestra última charla, en un susurro me confesó:

– Me dormí… si, si, yo me dormí esa noche! En su cama, en sus brazos… es de locos lo que me ha pasado… y a esta edad.

Nos escribimos por años, mi viaje al Sur nos separó por segunda y última vez. Nunca más me habló de esa aventura que no sé cuánto duró. Un infarto la sorprendió en su cama y la encontraron casi veinticuatro horas después. Sola, claro.

Me dejó algunas pinturas que debo de ir a recoger y aún no junto el coraje…

La Tarotista

Porque desafiaba fue juzgada socialmente.

Porque fue juzgada prefirió vivir y estar alejada.

Porque vivió alejada se enamoró toda la vida.

Porque se enamoró toda la vida, vivió a tope con el amor.

La descubrimos un verano en el pequeño balneario oceánico, era la Mujer del Tarot, y otras esotéricas conjugaciones. Se ganaba la vida desde su pequeño rancho que estaba decorado con artesanías del lugar y tenía una ventana pequeña desde donde se veía la locura de sal y espuma del mar azul.

Por jugar una tarde de lluvias miles, fuimos. Nos dijo cosas increíbles, nos leyó la vida y nos pareció absurdo. Volvimos cada dos tardes ese y todos los veranos. Se fue transformando en nuestra psicóloga, prestidigitadora de acertijos y amiga consejera.

Una tarde de frío inusual nos contó un secreto: hacía más de cincuenta años se había casado, había tenido un hijo y seguía enamorada del mismo hombre.

– En ocasiones me enamoro de otro y me lo permito – nos dijo dando una larga calada a un cigarrillo- he tenido todo tipo de amantes. Algunos sólo por escrito, otros han sido telefónicos, otros de carne y hueso… Eso es lo que me ha permitido amar cada día más al que elegí a los quince, mi único marido. Para mí el amor es eso, enamorarse y desenamorarse y regresar al original con nuevos bríos…

Esa tarde nos fuimos un poco escandalizadas y otro poco asombradas, curiosas y con mil preguntas que no respondió.

Igualmente su Tarot, siguió año a año, siempre asombrándonos, abriendo más preguntas. Fueron diez años de venir a veranear planeando antes, nuestras visitas.

Hace dos años vinimos y se había muerto, su marido se ha perdido en el laberinto del alcohol y no ha regresado.

Su pequeño rancho tan extraño y hermoso se fue derrumbando y hoy, ni su rastro se detecta. Pero el cartel pintado a mano donde se anunciaba su Tarot ha sido conservado. Intacto, tal vez, repintado…Cuál de todos sus amores mantendrá ese mínimo detalle para tenerla presente?

En el laberinto

– Te vas a animar a entrar?, mi hermana mayor y sus amigas burlándose en la puerta del indeseable laberinto de espejos.

Mi orgullo pudo más que mi negación y entré.

Odio los laberintos, soy un laberinto viviente que nunca se ha encontrado; odio los espejos, paranoia reafirmada por cierto autor argentino. Pues pudieron más las miradas de esas niñas insolentes.

Pensé en caminar con los ojos cerrados e ir girando a medida que mis manos marcaban las supuestas salidas; una algarabía insultante de alegres seres laberínticos me rodeaba. Y en sus corridas alegres alguno me chocó y ya fue imposible fingir ceguera.

En el primer espejo que me vi los abuelos estaban conmigo en brazos. Apreté los ojos pero no pude…quise verme con mi primera maestra, luego ver a papá bailando el vals conmigo, mi profe de literatura y…

Y pude ver todo. Por eso me quedé. Ahora tengo esta maravillosa condición de mostrarles a los otros, sus recuerdos.

A veces me detengo en sus maldades y les observo la culpa necia o la indiferencia cruel. Ser reflejo de otras y otros en una dulce venganza…los que temen, los que ríen nerviosos, los desengañados, los incrédulos, los culpables, tantas y tantos, están del otro lado…

De qué lado estoy yo?