Se levantó a las 5am como desde hacía años para comprobar la temperatura del agua, tomar un jugo, ponerse el traje de baño, estirar los músculos y dejar caer el cuerpo en la piscina climatizada de la casa donde vivía desde los cinco años. Lentamente fue nadando hasta estirar bien los músculos y tomar ritmo. Una hora de natación diaria, su momento favorito del día y de esa casa que, nunca pudo considerar propia. Sabía que de acuerdo al testamento de su madrastra, doña Lilian, sí lo era. Sabía que don Mauro, el esposo muerto, le había dado su apellido por exigencias de su madrastra. Sabía que le pertenecía porque su madre biológica, se lo había contado antes de morir. Don Mauro era su padre.
Cuando Carmen, su mamá, murió se la encargó a doña Lilian, le dejó una carta. Y ella se hizo cargo de todo. Del papeleo, de llevarla e instalarla en la gran casona como una hija más, de obligar al marido a reconocerla. No fue una madrastra cariñosa pero no escatimó gastos con ella, no estableció diferencias con sus hijos propios, dos varones y una mujer, y le dió a Lydia todas las oportunidades para crecer, estudiar y viajar que jamás soñó tener.
Cuando don Mauro murió y los hermanastros se alejaron por estudios y por sus posteriores casamientos, Lydia tuvo a doña Lilian para ella sola. Se transformó en su secretaria, su dama de compañía y su confidente. La acompañó en las finanzas, en los viajes y en las presentaciones de productos de la fábrica. Cuando inauguraron la piscina climatizada de 25 metros de largo, buscaron un profesor de natación. Lydia aprendió rápidamente y doña Lilian la impulsó a desarrollarlo como deporte.
El profesor era un joven castaño de curiosos ojos azules y sonrisa franca. Fue de los pocos hombres que Lydia deseó pero no se animó. Tuvo novios y amantes, su madrastra no la inhibía para nada, tuvo bailes y parrandas. Pero nunca se enamoró como para considerar casarse. Su vida era plena, le gustaba su trabajo, su casa y amaba a su madrastra. No le faltaba nada, pero el profesor de natación… le había movido algún resorte interno y sin embargo, aún cuando él se insinuó, no pudo o no quiso.
Esa mañana y la anterior se había levantado con jaqueca. Tal vez ya son esas cosas de la menopausia, opinó doña Lilia que ya no bajaba a la piscina. Lydia ya tenía más de cuarenta y su cuerpo aún conservaba la turgencia juvenil.
Esa mañana se deslizó en el agua como siempre, la puntada en las sienes no la detuvo. Iba dando brazadas suaves cuando lo vió debajo de ella, nadando boca arriba, guiñando un ojo cómo hacía veinte años. Rápidamente llegó al borde y se quitó las gafas. Había un gran silencio como siempre a esa hora y la piscina era un plato de agua transparente. Se colocó de espaldas y nadó con elegancia, la cabeza apenas le dolía ya, respiró aliviada y en la segunda piscina lo volvió a ver, nadaba en el otro carril, brazada a brazada con ella.
El dolor se agudizó, la cabeza le estallaba y sintió ese abrazo masculino, ese beso que demoró veinte años, sintió tal placer que se orinó en el agua y ni cuenta se dió que la muerte era inminente aunque la llevaba con figura de profesor de natación.