Experiencias del primer verano.

Mi primer verano fue largo, larguísimo. Sin embargo, no hubo momentos de aburrimientos. En primer lugar porque iba mucho al galpón de empaque donde me sentaba en la máquina de clasificar manzanas, trabajaba. Era la mascota de todas aquellas mujeres que además, supongo, no querían desagradar al encargado.

Así que muchas mañanas fueron entretenidas y sería una experiencia inolvidable para toda la vida. La tan mentada “ clase obrera” que luego en la adolescencia me pusiera a defender. Así se tejen los hilos de una vida. Cómo iba a saber mi padre que de esas mañanas donde intentó paliar mi primer verano, iban a venir mis pasiones por la clase trabajadora? Qué de ese sudor, trabajo incesante y ropas sucias, saldrían mis primeros desvelos por la plusvalía? No, no me hubiera llevado.

Otra experiencia que me marcó la vida fue la palabra: muerte. En la niñez, como dice el escritor Mario Benedetti, la muerte es una palabra lejana.

La primera fue el caballo. Un domingo mi hermana a los gritos me levantó de la cama porque papá tenía que matar un caballo. Creo que salí corriendo en piyama tras ella. En el portón principal, en ese tiempo, había en el piso rieles colocados de tal manera, que se suponían eran para que no entraran animales como por ejemplo, caballos. Se imaginan un caballo con manzanas a su alcance?

Pues este hombre que venía con su carro a traer no recuerdo qué, fustigó al animal que terminó entrando, metiendo la pata entre los rieles y quebrándose. Papá ya había revisado al animal, que bufaba un dolor angustioso, y discutía con el carrero. Había que matarlo. Mi padre le disparó con su 38 y el pobre animal, sin emitir sonido, se terminó de desplomar y dejó de bufar.

Una hora más tarde, quizás menos, papá nos invitó a mi hermana y a mí a ver qué haría con el caballo muerto. Fuimos casi sin hablar por caminos de piedra y tierra, hacia calor.

Llegamos “ al poblado indígena “ dijo papá.

Pero eran unas toldarías, casi como en las películas del Oeste, gente muy pobre y mal vestida salió a recibirnos. Armaron un griterío al lado del caballo muerto y lo destriparon de inmediato. Papá subió a la camioneta y lo despidieron con otro griterío.

Mi hermana lloraba, yo estaba asustada y papá mientras conducía de regreso explicó:

– Ese caballo les servirá de alimento un par de días, el cuero también les va a servir para este invierno ( hizo una pausa)… estos pobres eran dueños de la tierra, los dejaron casi sin nada…son muy pobres. Pero sí, se comen el caballo también es bueno que sepan que lo respetan más que nosotros.

Hubo un silencio: un día, cuando sepa que tienen algún caballo salvaje las voy a traer para que vean. Ni un golpe le dan al animal, se pasan días y noches cuidándolos y hablando con ellos. Son realmente expertos en domesticar caballos.

– Pero se los comen- argumentó mi hermana.

– Ya estaba muerto, dijo mi padre, lo aprovechan.

Tiempo después pude ver como los indios domaban caballos: fue otra experiencia imborrable. De eso tendría que hablar en otro momento.

Porque enseguida que murió el caballo, a mi gata se le murió el único gatito que tuvo, lloró maullando una semana. Le hicimos muchas caricias, mi madre le dió carne especial pero nada la callaba. Lloré un poco con ella pero en realidad, aún me resultaba extraña la muerte.

Al Zultán lo mataron. También fue ese verano. No se supo nunca cómo se desató y se fue. Lo buscamos por dos o tres días, por charcas, senderos, el río. Y ahí lo encontró mi padre, con la panza abierta de una cuchillada. Nunca lo vi, no me lo mostraron. Quedó su casa vacía con su nombre escrito y ya no sentimos más sus carreras con la cadena.

Antes del final de ese verano un camión mató un primo de mi madre. A mí se me notificó poca cosa pero mamá lloró a gritos y mi hermana algo me contó. Los primos de mamá, algunos, pues eran muchos, en verano iban al Sur a trabajar ya que los salarios eran muy buenos. Estando mi padre siempre les conseguía trabajo enseguida. Ese verano uno de ellos iba en un camión cargado, colgado del estribo, otro camión lo llevó por delante, sin verlo. Murió casi inmediatamente.

Un verano donde por alguna razón vi la palabra muerte como algo menos lejano. Algo más palpable y que aparecía por todos lados.

Y con esa sensación de tristeza, llegaron los carnavales, casi el final de la cosecha, y la fiesta remplazó todo como enseñándome que la vida, siempre recomienza.

El galpón, el río, la cosecha…

Mientras el Zultán ( por qué escribieron su nombre con Z en su casa? ) cuidaba nuestra casa, ladraba como una fiera y corría como loco porque la chacra, en plena cosecha, estaba llena de jornaleros.

La faena comenzaba de mañana muy temprano, cortaban a mediodía y regresaban después del almuerzo. Hace un mes, cuando regresé a Río Negro y volví a mi pequeño y hermoso pueblo de Cinco Saltos, quedé muy sorprendida pues no vi casi nada de movimiento de los fruticultores de la manzana, la pera, las ciruelas, las nueces. En esta época de verano, el pueblo doblaba sus habitantes. El movimiento era constante. Y en La Esmeralda sólo había quietud por las noches.

Algunas noches salíamos. Íbamos al Club de Cinco Saltos porque había bailes, muy familiares aunque también con muchísima gente, mi madre y mi padre se apuntaron en un concurso de tango.

Mientras bailaban yo me aburría, mi hermana era gran bailarina, y cómo estábamos en familia, le permitían bailar.Juro que no se sentaba en casi toda la noche. Sólo cuándo las parejas de tango competían, mi hermana acalorada, con aquellos sus ojos de cuencas casi transparentes iluminados, la piel con gotitas de sudor y la sonrisa un poco despintada, se sentaba y descansaba.

Mi hermano no bailaba. Qué hacía? No sé, en los bailes se alejaba, recorría el salón, salía afuera y caminaba. Era muy pequeña para darme cuenta que algo en él no estaba del todo bien y más pequeña aún, para saber qué la única que no sabía su condición era yo.

Mi padre era capaz de dormir sólo dos horas pero no se perdía un solo baile. Mi madre en sus brazos parecía más pequeña y sus tacones altos hacían los mil pasos que su pareja exigía. Claro que mis padres fueron pareja de baile muchos años: mi mamá tenía trece y mi padre diez y nueve. Bailaron siempre, mucho antes de ser novios. Habían ganado otros concursos y ese, el del Club Social de Cinco Saltos, también.

Me pareció maravilloso no ir más a los bailes, yo me dormía sobre dos o tres sillas después de molestar todo lo posible y correr por el salón sin tregua, chocando bailarines.

– En carnaval nos desquitamos, avisó mi padre al otro día y supe: no se habían acabado los bailes. Refunfuñé un poco y mi padre, para compensar mi aburrimiento, me dijo: Hoy te llevo al galpón de empaque.

Por fin!!!! Qué ilusión!!! Me subí a la camioneta corriendo. Era cerca el galpón, serían doscientos o trescientos metros, pero a mí me parecieron mil.

El galpón era enorme, lo que aún queda todavía lo es, y era un enjambre de gente trabajando. Adentro en una máquinas con cintas muchas mujeres clasificaban toneladas de manzanas. Había hombre que ponían las manzanas en la máquina, otros las sacaban, otros iban colocando prolijamente las frutas, envueltas en un papel fino y azul, en los cajones. Otros hombres traían cajones vacíos, otros pasaban alambres en los cajones llenos y otros iban llevando los cajones a un camión.

Qué podía hacer una niña de seis años en aquel mundo del trabajo sin molestar? Aprendé a poner manzanas en las cintas, sugirió mi padre. Me llevó y me sentó entre todas las trabajadoras y les dijo, enséñenle, nunca está de más aprender.

La más roja y bonita arriba, la bonita pero no tan roja al medio, las más pequeñas debajo, las feas siguen en la bandeja y las amarillas en la cinta de abajo del todo. Qué emoción me dio ese día: mis manos iban y venían revisando las manzanas, colocando en las cintas y mirando a mis compañeras de trabajo para saber si lo hacía bien. Tal vez fue la única vez que compartí tareas manuales con trabajadoras. Tal vez la defensa del mundo obrero me brotó con los años por esos momentos que mi padre permitió. Fui, ahí, por algunos días una mujercita trabajadora. Y papá estaba orgulloso de mí, se lo dijo a mamá.

De premio ese día también me llevó a conocer el río que estaba al fin de la chacra. Río de piedras, de aguas transparentes, que permitía el riego a través de las acequias. Por suerte me dejó llevar piedras del río a la casa.

Siempre he juntado piedras. Aquellas fueron las primeras y se fueron conmigo a mi cuarto de juguetes. Y ahora, en este regreso mágico de más de sesenta años, nos trajimos varias a casa.

Hoy a miles de kilómetros de mi paraíso de infancia la energía de esas piedras, está cerca de mí…

Aquel primer verano

Para los que no conocen, para los que son muy jóvenes: el verano era suave en el Valle del Río Negro. Los días muy calurosos eran pocos y apenas con una temperatura de 30 a 32 grados. Que no te engañen: el clima ha cambiado mucho.

En ese primer verano yo desayunaba temprano y después me iba a la carpintería. Molestaría al abuelo Tomás? A él no se le notaba. Respondía todas mis preguntas y me dejaba jugar con todas las maderas que sobraban. También le gustaba mi gata, no la corría .

Me decía siempre que la gata era muy cazadora, que se lo atrevía hasta con las gatas de arriba y señalaba dónde se secaba el lúpulo.

Yo subí siempre temblando esas escaleras, iba abrazada a mi gata y si lograba entrar… la soltaba arriba. Muchas veces recordaban trancar la puerta y es que también, el olor del lúpulo se esparcía y no era nada agradable.

A mediodía comíamos cuando llegaba papá y era el jolgorio del mediodía. A mí me encantaba sentarme a su lado y reírme de sus chistes o jugar a hacer rimas. Irremediable: el momento era escaso, una hora dormía papá antes de volver al galpón.

– No puedo ir al galpón?- todos los días preguntaba lo mismo. Sí, un día de estos te llevo, siempre la misma respuesta. Yo estaba sentada en su regazo, que era un mimo antes de su siesta, y me ponía impaciente con el galpón.

A la siesta mi hermano seguía leyendo novelas con tiros de guerra, de peleas, mucho no me gustaban pero era el único que entendía que no podía dormir siesta.

Después me iba a mi maravilloso cuarto de juguetes. Ahí cantaba, actuaba, me reía y leía a solas con mis muñecos y muñecas. Hasta que mi madre me llamaba para tomar la merienda y después, íbamos al gallinero a alimentar los animales antes que se durmieran.

Y un día apareció mi padre con un perro enorme, con cara de malo, y con una puñalada en su anca. Era negro y hermoso. Famoso, según mi padre, por correr ladrones.

No sólo lo alimentó, lo bañó y le curó la herida, hizo un gran rodeo alrededor de la casa con alambre y ahí lo ató con una cadena que le permitía correr a todo lo largo. Le pidió al abuelo Tomas que le hiciera una casa de madera.

Nos pidieron que no jugáramos con él, que ese perro cuidaría la casa, sólo lo soltaría papá cuando pudiera cuidarlo.

A los pocos días el perro era otro. Engordó, le brillaba el pelaje negro, la herida seguía cerrando y tenía una casa hermosa de madera. A mí me hubiera gustado tanto jugar con él pero realmente me habían asustado con que era muy peligroso.

A mí gata no le pareció peligroso. Qué habrá hecho para pasearse oronda en sus dominios y hasta dormir en su casa. Nunca supimos, tal vez, dije un día ante la perplejidad de todos, sí, tal vez le trae las ratas del lúpulo y las comparten.

No supe nunca porqué todos se rieron mucho de mi teoría. También pensé: que bueno sería llevar al Zultán al galpón del lúpulo, entre él y mi gata, seguro, no dejan una rata.

Lo cierto es que Zultán se ganaba su comida recorriendo como un soldado a todo lo largo de la casa, por la parte de atrás. Y de verdad se hacía respetar, muchos trabajadores al pasar por ahí se alejaban del camino y se persignaban.

Nunca pude jugar con él y tampoco ir por la puerta prohibida a correr ratas, era un perro fiero y duró poco tiempo en nuestras vidas.

La puerta prohibida era así, como se ve en la foto.

Primer diciembre en Cinco Saltos.

Les cuento que esos meses pasaron lentamente, como le pasan a las niñas y niños, los meses de clases. Pero al final llega diciembre y todo cambia.

La chacra comenzó a llenarse de verde y de manzanas y peras, se llenó de gente, y todos iban al “ galpón de empaque”, lugar desconocido para mí. Eso me molestaba. Ahí había algo muy importante porque mi padre pasaba allí todo el día y yo sin saber de qué se trataba! Mi curiosidad aumentaba.

También estaba terminando la Escuela! Qué emoción. Y teníamos participación en el acto escolar de finalización de clases que, no sabía muy bien qué era pero, por las ganas que ponía la maestra( Iris?), la maestra de música y la propia directora, tenía ese temblor de ser algo “ muy importante “.

Nosotros, nuestro grupo representaría un cuento donde todos los animalitos del bosque, dormían, dormían, no podían despertar. Hasta que un hada llegaba, los tocaba con la varita mágica y los despertaba. Al final hacíamos una ronda donde cantábamos todos juntos.

Al lado del salón de clases había un espacio grande donde se harían los ensayos. La maestra fue eligiendo los animalitos, ardillas, ciervos, zorros, lobitos, alces, en fin cada compañero y compañera representaba un animal. Creo, puede fallar mi recuerdo, que algunos fueron árboles. Pero a mí no me elegían. En algún momento cuando le pedí a la maestra que me eligiera, me respondió: sos muy alta y rubia. Y me odié. Por culpa de mi altura, que se detuvo a los pocos años, por culpa de mi pelo rubio, no participaría en la obra?

Cuando estaba a punto de llorar, vino la maestra y me llevó de la mano: vas a ser el Hada que despierta a los animales. Qué emoción! Llegué a mi casa muy excitada, mi mamá tenía que ir para hacerme el vestido, yo tenía que practicar muy bien mi canción de despertar animales, y la canción final.

El piano sonaría muy cerca del escenario. El patio se iba a llenar de todas las familias. Era un GRAN ACONTECIMIENTO, para mí, el primero. Y todo salió perfecto. Bailé, salté, canté, no me equivoqué. Estaba vestida con gasas y tules, con un gran bonete rosa que hizo mi hermana, lleno de estrellas de colores.

De verdad: jamás olvidé esa primera actuación, que mi padre pudiera estar, estaban mis hermanos y mamá que me ayudó con el vestido largo para subir al escenario.

( De qué manera habrá influido esa actuación de hada madrina a qué, muchos años después, dedicara mi vida a la Literatura Infantil? No creo en casualidades. Y esa pregunta me la hice hace un mes cuando estuve parada, más de sesenta años después, en el lugar donde ensayaba aquel primer papel estelar de hada madrina).

Después de terminar las clases vino el aburrimiento. Papá ocupado con la cosecha, mi madre y mi hermana se les ocurrió hacer conservas caseras. El único que jugaba conmigo era mi hermano. Pero no le gustaba subir a la planta alta así que, sobre todo a la hora de la siesta, jugábamos en su habitación. Ladrones, policías, vaqueros e indios, me hacían cabalgar en la fantasía masculina. Era muy divertido. Qué bueno lo disfruté, unos años después mi hermano se transformó en una pesadilla terrible.

Los días de verano eran muy largos. Mi habitación de juguetes me hizo amigarme con los libros, podía leer bastante bien. Mis muñecos, todos sentados en una cama, escuchaban en silencio. También ensayé cantar y mirar por la ventana alta, a lo lejos, a mirar si podía ver el famoso galpón de empaque pero… no lograba verlo.

Empezaba mis primeras vacaciones escolares. No serían del todo aburridas, y descubriría muchas cosas interesantes.

Otras casas

En La Esmeralda había otras casas que, como dije pertenecían al personal permanente. Eran casas chicas y pobres, pero a mí me gustaban, había muchos niños y niñas en ellas.

Un día mamá nos invitó a ir a “ la otra casa”, había que hacerla limpiar, venía gente de la Capital porque ya estaba cerca la cosecha.

Atravesamos por un camino de tierra las plantaciones, sonreían las pequeñas manzanas tempraneras, andábamos más ligeras de ropa, el verde estaba pintando los álamos, y me gustaba caminar atrás de mi madre y hermana que charlaban sin parar. Pasamos por una casa muy pequeña, una mujer enorme barría afuera y dos perros muy flacos custodiaban el rancho. Mamá saludó respetuosa, la mujer contestó enseguida. A mí me dió miedo.

Pero como no nos detuvimos, un poco más adelante visualicé otra casa. Mami, vamos a esa casa, pregunté. Sí, a esa, respondió mamá y entonces troté libre, adelante, mirando las flores amarillas al costado del camino y acercándome casi corriendo a la otra casa.

Después que mamá abrió la puerta, ella y mi hermana abrieron otras puertas y todas las ventanas. Mi madre iba revisando cocina, baño, sala, dormitorio y le decía a mi hermana dónde había que limpiar y mi hermana agregaba cosas en la lista como poner unas flores, un mantelito bordado, algún adorno.

– Pero sólo vienen dos hombres. Aclaró mamá y con eso ya quiso decir que no necesitaban muchos adornos. Mis inquietudes eran: quiénes eran? A qué venían? Cuántos días estarían? Comerían solos en la cocina? Quién iba a cocinar? Y las dos camas quién las tendería? Y por qué venían dos hombres y ninguna mujer?

– Ay basta! – rezongó mi madre. Vienen a supervisar el trabajo de tu padre y a seleccionar personal para la cosecha… comerán en casa y mañana viene tu hermana con Luján para hacer una limpieza… satisfecha?

Pero yo también quería ir, me encantó esa casa tan bonita y más pequeña. Esta si sería mi casa de juguete!, le dije a mi hermana. Ella se rió mucho de mí y me dijo: te da miedo subir una escalera y vas a traer tus juguetes acá? Son como cinco cuadras!

Me daba mucha rabia pero mi hermana tenía razón, yo jamás podría ir a esa casa sola. Me perdería y lloraría, seguro. Sin embargo , después de un año ese camino se me acortó y logré ir sola.

En definitiva era la casa donde se alojaba gente que eran dueños o encargados que, desde la capital del país, venían un par de veces al año a fiscalizar el trabajo de mi padre.

Esa casa fue la que hace apenas un mes me ayudó a encontrar La Esmeralda. Esa casa tenía también una mujer sensible como propietaria, que creyó mi historia y me ayudó a recorrer la antigua chacra. Otro Angel de Cinco Saltos.

Una anda por la vida buscando ángeles con alas y no se da cuenta que muchos, todos, viven como nosotros y si tenemos suerte, un día pasan a nuestro lado y hacen pequeños milagros.

En mi retorno a Cinco Saltos, en esa búsqueda alocada de los años más felices de mi infancia, me topé con varios ángeles.

Me pregunto ahora: yo volví por esa etapa de felicidad o porque dejé esa forma afable y cariñosa de la gente?… debieron ser ambas cosas y sólo recordaba la esencia material.

Cuándo comienza mi obsesión?

Cuándo habrá sido que comencé a recordar Cinco Saltos y La Esmeralda como un lugar hermoso que, nunca más podría ver, y qué seguramente lo podía solo atesorar en mi memoria?

A los cinco, seis y siete años yo no podía saber qué tenía sólo diez años más para tener padre. Y sólo cuatro para tener un hermano mayor. Papá murió del corazón casi sin aviso previo, mi hermano se perdió en una esquizofrenia que lo fue alejando de nosotros hasta hacerlo irreconocible.

Tampoco comencé con esta ilusión de volver cuando murió mi madre a la edad que yo tengo ahora. Cuándo murió mi hermana? Más joven que yo hoy? Tal vez fue ahí…

Un día me encontré escribiendo prosas poéticas sobre casas deshabitadas o abandonadas. Escribí varias. Un día le escribí a mi familia ( ya habían muerto) y les decía que había encontrado La Esmeralda. Ahí comenzó mi deseo de volver a Cinco Saltos y buscarla.

Ese día que partimos, antes de hacer los dos mil kilómetros, le dije a mi marido: llevo mis muertos conmigo. Nos reímos juntos y dijo: que vayan atrás, acá no hay lugar.

El día que encontramos la Esmeralda mucha gente intentó ayudarme: desde la Municipalidad y la Prensa. Sin embargo mi marido no quiso esperar ayuda y salió a buscarla.

Él nunca había estado en ese lugar. Lo único que conocía eran mis relatos. Dimos dos o tres vueltas y de pronto me dijo: ahí hay dos caminos, me tiro? Sí, a la derecha- dije sin pensar- y riendo le dije: traigo todos mis muertos y ni uno me ayuda a encontrar La Esmeralda, tengo que hacer todo sola!

En ese momento mi marido detuvo la camioneta y me dijo: no será esa?. Yo tuve un estremecimiento al ver la casa desde lejos. Me bajé y entonces sentí esa extraña energía de haber estado, de conocer aquello, me arrimé al portón( que está reformado) y la sensación era cada vez más poderosa.

No quería mirar mucho la casa, el techo verde era muy parecido pero lo recordaba rojo. Entonces comencé a caminar hacia el sendero. Tenía que encontrar “ la otra casa”, si estaba como a cien metros, había encontrado mi paraíso perdido.

En “ la otra casa” había un ángel guardián que me dió la oportunidad de recorrer todo. Pero ese ángel merece otro capítulo.

Sin dudas empecé a soñar con volver después de perder toda mi familia y recordar, escribiendo, cuanta vida queda en las casas que se abandonan u olvidan. No podía hacer eso: tenía que intentar encontrarla.

Al encontrarla, mi niñez feliz regresó y mis queridos muertos volvieron a la vida.

Penitencia por acequias

Mientras iba descubriendo y amigándome con los alrededores, cada día un poco más lejos, intentaba no saltar las acequias. Esos canales de agua eran muy tentadores. Corría, en aquel tiempo, un agua clara y cantarina. Cuando se llenaban eran pequeños hijitos de un río que, estaba al final de la chacra pero nunca había visto.

A mí me hubiera gustado ser como los otros niños y niñas. Les conté que en ese tiempo había otras viviendas para familias, por ejemplo, de los capataces? Así era. La chacra albergaba otras familias. No estaban muy cerca de la casona. Yo los había visto saltar las acequias e incluso, bañarse en ellas en días no tan fríos. Por qué yo no podía?

Así que decidí, en una siesta dominguera, animarme. Quería saltar solamente pero caí en el agua. Caí creo que de rodillas y muerta de vergüenza por mi fracasado salto intenté salir rápido. Fue peor: me empapé toda y resbalé en el barro al salir.

Se terminó la siesta del domingo! Entré llorando y desperté a todos. Después de un baño tibio mi madre me llevó a “ mi cuarto de juguetes” y me dijo que tenía que estar ahí un rato sola. Qué pensara bien: ya me había dicho ella que no debía jugar a saltar acequias, que había desobedecido y me podía enfermar. Piense bien, me dijo, y ese usted que usó me dio más miedo que el agua fría.

Creo que lloré bastante o muy poco, porque cuando sos pequeña los dolores son relativos según el tiempo con que los mires. Y me veo en silencio, animándome de a poco a espiar por la ventana, ver la chacra que se iba vistiendo de verde, me recuerdo esa primera penitencia de domingo, contando en voz alta para mis muñecas, mi gran aventura en la acequia. Por supuesto que les mentí: nunca les conté que me caí.

Y comencé a tener mi cuarto de juguetes. Creo que comenzamos a armar mi primer biblioteca en una semana. Mi hermana con su paciencia fue subiendo sus libros infantiles. Me animó a que intentara leer un poquito sola, en voz alta, para tus muñecas, me dijo riendo.

De verdad los fines de semana los tomé como juego: intenté leerle a mis muñecos mi libro favorito: LA HORMIGUITA VIAJERA de Vigil.

Cuántos años pasarían para que ese título fuera uno de los premios que más me enorgullecen en mi carrera de animadora de lectura? Muchísimos años.

En esa Chacra comencé mi misión de leer en voz alta, aunque mi público, quieto y sin aplaudir, no era muy agradable.

Otros descubrimientos

Cuando eres pequeña ves todo muy grande, cuando eres mayor ves todo pequeño.

La primera vez en tu vida que probaste algo no tendrá nunca el mismo sabor, aroma, color. Esa cosa maravillosa de estrenar el mundo me sucedió en Cinco Saltos y en La Esmeralda en particular.

La chacra se regaba con un sistema de riego de profundos canalones que rodeaban las hectáreas de frutales. Les llamaban acequias y el día de subir y bajar compuertas para producir el riego, mi padre andaba todo el día recorriendo cada hectárea. Lo bueno es que me llevaba con él.

Me recomendaba unas cien veces que no saltara las acequias, que buscara los puentes que cada tanto se colocaban. Era muy entretenido cruzarlos de un lado hacia el otro, mancharme con barro, pero el deseo de tener piernas más largas y poder saltarlas… era inmenso. Mi gata, que casi siempre me acompañaba, se agazapaba y volaba por encima de la acequia. Mi gata hacía eso sí veía un pájaro para cazar. Lo hacía bastante seguido. Y me daba pena el pájaro pero mamá decía que así son los gatos, déjala cazar, así no tendremos ratones en la despensa.

La despensa y el sótano, donde se encontraba el equipo para calefaccionar la casa era peligroso, la despensa tenía muchos frascos y podía romper algo. Pero Minka, mi gata, era la única que a esos rincones de la casa, tenía acceso libre.

Y además estaba el inmenso, gigante, galpón de secado de lúpulo que estaba sobre la carpintería. Una escalera de madera llevaba a ese otro rincón prohibido. Y qué es el lúpulo? Y porqué hay que secarlo? Y porqué huele mal? Y porqué es peligroso? Y porqué mi gata podía ir y yo no? – Así, más o menos, acorralaba a mi madre cuando mis hermanos subían y a mí me negaban el acceso.

Y los álamos, tan altos y delgados, porqué había tantos?, y los pinos enormes qué rodean la casa?. Mi padre me explicó que los álamos cuidaban las plantas de los vientos pampeanos, y los pinos? … bueno los pinos cuidan la casa, dijo.

Y como la época de vientos estaba comenzando, de noche su ulular, ya no me daba miedo. Teníamos a los gigantes álamos y pinos que nos cuidaban.

Más allá de las insaltables acequias y el secador de lúpulo y la carpintería: la chacra era infinita para mí. No conocía el galpón de empaque, menos aún, el río donde se terminaban los cultivos. Tenía que esperar.

Esperar en la infancia simboliza un castigo aunque no lo sea. Por lo menos, protesté un día, podría ir al gallinero. Hoy te llevo a juntar los huevos, dijo mi hermana comprensiva. Y desde ese memorable día se agrandó la chacra: llegué hasta el gallinero. Había de todo! Gallinas, un par de gansos bochincheros, dos gallos iracundos, unas pollitas chicas y otras muy gordas. Era complicado subir y buscar en los cajones de madera los preciados huevos. Algún que otro picotazo tuve que soportar, y sin llorar, porque la excursión me parecía tan larga como novedosa.

… después de 63 años vi el lugar donde estuvo el gallinero, en realidad es bastante cerca de la casa.