Mi primer verano fue largo, larguísimo. Sin embargo, no hubo momentos de aburrimientos. En primer lugar porque iba mucho al galpón de empaque donde me sentaba en la máquina de clasificar manzanas, trabajaba. Era la mascota de todas aquellas mujeres que además, supongo, no querían desagradar al encargado.
Así que muchas mañanas fueron entretenidas y sería una experiencia inolvidable para toda la vida. La tan mentada “ clase obrera” que luego en la adolescencia me pusiera a defender. Así se tejen los hilos de una vida. Cómo iba a saber mi padre que de esas mañanas donde intentó paliar mi primer verano, iban a venir mis pasiones por la clase trabajadora? Qué de ese sudor, trabajo incesante y ropas sucias, saldrían mis primeros desvelos por la plusvalía? No, no me hubiera llevado.
Otra experiencia que me marcó la vida fue la palabra: muerte. En la niñez, como dice el escritor Mario Benedetti, la muerte es una palabra lejana.
La primera fue el caballo. Un domingo mi hermana a los gritos me levantó de la cama porque papá tenía que matar un caballo. Creo que salí corriendo en piyama tras ella. En el portón principal, en ese tiempo, había en el piso rieles colocados de tal manera, que se suponían eran para que no entraran animales como por ejemplo, caballos. Se imaginan un caballo con manzanas a su alcance?
Pues este hombre que venía con su carro a traer no recuerdo qué, fustigó al animal que terminó entrando, metiendo la pata entre los rieles y quebrándose. Papá ya había revisado al animal, que bufaba un dolor angustioso, y discutía con el carrero. Había que matarlo. Mi padre le disparó con su 38 y el pobre animal, sin emitir sonido, se terminó de desplomar y dejó de bufar.
Una hora más tarde, quizás menos, papá nos invitó a mi hermana y a mí a ver qué haría con el caballo muerto. Fuimos casi sin hablar por caminos de piedra y tierra, hacia calor.
Llegamos “ al poblado indígena “ dijo papá.
Pero eran unas toldarías, casi como en las películas del Oeste, gente muy pobre y mal vestida salió a recibirnos. Armaron un griterío al lado del caballo muerto y lo destriparon de inmediato. Papá subió a la camioneta y lo despidieron con otro griterío.
Mi hermana lloraba, yo estaba asustada y papá mientras conducía de regreso explicó:
– Ese caballo les servirá de alimento un par de días, el cuero también les va a servir para este invierno ( hizo una pausa)… estos pobres eran dueños de la tierra, los dejaron casi sin nada…son muy pobres. Pero sí, se comen el caballo también es bueno que sepan que lo respetan más que nosotros.
Hubo un silencio: un día, cuando sepa que tienen algún caballo salvaje las voy a traer para que vean. Ni un golpe le dan al animal, se pasan días y noches cuidándolos y hablando con ellos. Son realmente expertos en domesticar caballos.
– Pero se los comen- argumentó mi hermana.
– Ya estaba muerto, dijo mi padre, lo aprovechan.
Tiempo después pude ver como los indios domaban caballos: fue otra experiencia imborrable. De eso tendría que hablar en otro momento.
Porque enseguida que murió el caballo, a mi gata se le murió el único gatito que tuvo, lloró maullando una semana. Le hicimos muchas caricias, mi madre le dió carne especial pero nada la callaba. Lloré un poco con ella pero en realidad, aún me resultaba extraña la muerte.
Al Zultán lo mataron. También fue ese verano. No se supo nunca cómo se desató y se fue. Lo buscamos por dos o tres días, por charcas, senderos, el río. Y ahí lo encontró mi padre, con la panza abierta de una cuchillada. Nunca lo vi, no me lo mostraron. Quedó su casa vacía con su nombre escrito y ya no sentimos más sus carreras con la cadena.
Antes del final de ese verano un camión mató un primo de mi madre. A mí se me notificó poca cosa pero mamá lloró a gritos y mi hermana algo me contó. Los primos de mamá, algunos, pues eran muchos, en verano iban al Sur a trabajar ya que los salarios eran muy buenos. Estando mi padre siempre les conseguía trabajo enseguida. Ese verano uno de ellos iba en un camión cargado, colgado del estribo, otro camión lo llevó por delante, sin verlo. Murió casi inmediatamente.
Un verano donde por alguna razón vi la palabra muerte como algo menos lejano. Algo más palpable y que aparecía por todos lados.
Y con esa sensación de tristeza, llegaron los carnavales, casi el final de la cosecha, y la fiesta remplazó todo como enseñándome que la vida, siempre recomienza.
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