La mañana que comenzaron a llegar las garzas nosotros, los seis primos que siempre estábamos con la abuela, llegamos un poco tarde al río. Es que la abuela se había quejado toda la noche de un dolor de espaldas como si » cargara dos o tres muertos», dijo. Así que hasta que no le dimos un calmante y la dejamos en su cama confortable, no fuimos a la competencia de canotaje. Igual nos tiramos al río y nos llamaron la atención las garzas. Paradas y sin miedo, casi sin volar ante nuestra presencia. Pero al regresar en el ocaso, no las vimos.
Al día siguiente la abuela despertó en un grito de » diez muertos sobre mi espalda» y llamamos su médico que le dió calmantes y le dijo:
– No son muertos abuela, son sólo años…
– Qué sabrás- respondió ella mientras se adormilaba por la inyección.
Cuando la vimos calmada fuimos al río para ver el final de la competencia y nos llamó la atención cómo había crecido el número de garzas. Seguían tranquilas, prácticamente ni se movían de la orilla. Al oscurecer se fueron.
Al día siguiente fue necesario internar a la abuela que para entonces tenía más de cincuenta muertos en su espalda y fue el momento de llamar al resto de la familia.
Mientras la abuela seguía juntando muertos arriba de su frágil espalda nos íbamos enterando de la » invasión de garzas» como decían las radios, los diarios y el único canal de televisión del pueblo. Entre los quejidos de la abuela y la desesperación de la familia logramos ver en fotos y pantallas un río totalmente tapado de garzas. Algo insólito, pero nosotros sólo atendíamos el quejido de la abuela y los innumerables muertos que cargaba en su espalda.
Al amanecer del octavo día la abuela se sentó en su cama y con voz muy clara nos dijo:
– Ahora me los llevo conmigo.
Después se durmió plácida casi sonriendo, estiró su espalda y acomodó su cuerpo y fue dejando de respirar con lentitud. Cuando ya no respiró más sentimos el golpeteó de alas frente a los ventanales que daban al Oste. Las garzas, como la abuela, se retiraron.