Otoño: vida y muerte

Cómo no podía ser de otra manera, tu aletear en la vida cesó cuando el equinoccio de otoño comenzaba. Porque casi siempre otoño es belleza pero tiene un toque de nostalgia y vos lo fuiste toda la vida.

Cuando me desprendieron de ti, en otro otoño, la melancolía y la nostalgia latieron un poco en el cordón antes de ser cortado; por eso me suele suceder, que me recorren por temporadas, sin permiso, sin aviso.

En aquel otoño donde tuve que ver tu cara y tu cuerpo en un cajón oscuro, sentí que algo de mi ya iba muriendo. Me arrepentí de tantas horas de insomnio que tuviste por mí, de cada vez que discutimos y de cada vez que te confronté.

Me hice la promesa de recordar las alegrías, los paseos, las charlas y los abrazos. Nadie existiría en la Tierra que pudiera disfrutar más mi felicidad y mis logros, nadie más sentiría mi dolor como propio.

Ahí frente a ese horrendo lecho de madera intenté cantarte una canción que te gustaba. A vos te gustaba escucharme cantar. Vos fuiste la primera que me inculcó el canto.

Otoño, soneto de hojas en despedida, vos eras así, como una hoja. Diste abrigo y frescor y melancólicamente fuiste poniéndote amarilla. Después decidiste caer y la tierra fue tu adiós melancólico y triste.

Madre, fuiste una hoja que partió el día que el otoño comenzaba. Me dejaste tantas cosas hermosas y tu amor tan sin igual que aún hoy, mi recuerdo sigue siendo nostalgia y melancolía.

Amo el otoño, su color, su aroma, las veredas llenas de hojas suicidas. Amo el otoño porque en uno de ellos nos vimos la cara por primera vez. Amo recordar que nuestra triste despedida también fue en otoño y eso, nos mantendrá siempre unidas en esta estación de colores ocres.

Reflexión sobre la muerte.

“Morir bien es morir a tiempo. No hay peor infierno que asistir a las exequias del propio deseo. Al funeral de nuestras pasiones. La muerte es por eso… lo que a diario nos acecha. Lo que nos esteriliza, lo que encallece la piel. La ausencia de propósito, la apatía, el desapego a los seres… Esa es la muerte que mata y no la que viene después. Por eso, imploremos que la muerte nos sorprenda sedientos todavía, ejerciendo la alegría de crear. Que nos apague cuando aún estamos encendidos.»

*Santiago Kovadloff

Llegaron las garzas

La mañana que comenzaron a llegar las garzas nosotros, los seis primos que siempre estábamos con la abuela, llegamos un poco tarde al río. Es que la abuela se había quejado toda la noche de un dolor de espaldas como si » cargara dos o tres muertos», dijo. Así que hasta que no le dimos un calmante y la dejamos en su cama confortable, no fuimos a la competencia de canotaje. Igual nos tiramos al río y nos llamaron la atención las garzas. Paradas y sin miedo, casi sin volar ante nuestra presencia. Pero al regresar en el ocaso, no las vimos.

Al día siguiente la abuela despertó en un grito de » diez muertos sobre mi espalda» y llamamos su médico que le dió calmantes y le dijo:

– No son muertos abuela, son sólo años…

– Qué sabrás- respondió ella mientras se adormilaba por la inyección.

Cuando la vimos calmada fuimos al río para ver el final de la competencia y nos llamó la atención cómo había crecido el número de garzas. Seguían tranquilas, prácticamente ni se movían de la orilla. Al oscurecer se fueron.

Al día siguiente fue necesario internar a la abuela que para entonces tenía más de cincuenta muertos en su espalda y fue el momento de llamar al resto de la familia.

Mientras la abuela seguía juntando muertos arriba de su frágil espalda nos íbamos enterando de la » invasión de garzas» como decían las radios, los diarios y el único canal de televisión del pueblo. Entre los quejidos de la abuela y la desesperación de la familia logramos ver en fotos y pantallas un río totalmente tapado de garzas. Algo insólito, pero nosotros sólo atendíamos el quejido de la abuela y los innumerables muertos que cargaba en su espalda.

Al amanecer del octavo día la abuela se sentó en su cama y con voz muy clara nos dijo:

– Ahora me los llevo conmigo.

Después se durmió plácida casi sonriendo, estiró su espalda y acomodó su cuerpo y fue dejando de respirar con lentitud. Cuando ya no respiró más sentimos el golpeteó de alas frente a los ventanales que daban al Oste. Las garzas, como la abuela, se retiraron.