Cómo no podía ser de otra manera, tu aletear en la vida cesó cuando el equinoccio de otoño comenzaba. Porque casi siempre otoño es belleza pero tiene un toque de nostalgia y vos lo fuiste toda la vida.
Cuando me desprendieron de ti, en otro otoño, la melancolía y la nostalgia latieron un poco en el cordón antes de ser cortado; por eso me suele suceder, que me recorren por temporadas, sin permiso, sin aviso.
En aquel otoño donde tuve que ver tu cara y tu cuerpo en un cajón oscuro, sentí que algo de mi ya iba muriendo. Me arrepentí de tantas horas de insomnio que tuviste por mí, de cada vez que discutimos y de cada vez que te confronté.
Me hice la promesa de recordar las alegrías, los paseos, las charlas y los abrazos. Nadie existiría en la Tierra que pudiera disfrutar más mi felicidad y mis logros, nadie más sentiría mi dolor como propio.
Ahí frente a ese horrendo lecho de madera intenté cantarte una canción que te gustaba. A vos te gustaba escucharme cantar. Vos fuiste la primera que me inculcó el canto.
Otoño, soneto de hojas en despedida, vos eras así, como una hoja. Diste abrigo y frescor y melancólicamente fuiste poniéndote amarilla. Después decidiste caer y la tierra fue tu adiós melancólico y triste.
Madre, fuiste una hoja que partió el día que el otoño comenzaba. Me dejaste tantas cosas hermosas y tu amor tan sin igual que aún hoy, mi recuerdo sigue siendo nostalgia y melancolía.
Amo el otoño, su color, su aroma, las veredas llenas de hojas suicidas. Amo el otoño porque en uno de ellos nos vimos la cara por primera vez. Amo recordar que nuestra triste despedida también fue en otoño y eso, nos mantendrá siempre unidas en esta estación de colores ocres.