Siete conjuros

Violeta fue rebelde desde niña. Cuando las mujeres aún montaban de costado y usaban corsé, ella tomaba el mejor de los potros y montaba en pelo, como una india. Su madre había muerto apenas nació ella y todos en el pago aseguraban que la leche de la aborigen que la crió, había torcido su destino. El padre nunca se ocupó demasiado de ella y solía reírse de sus ideas montarases y alocadas.

Cuando vió a aquel hombre de razgos aindiados y piel curtida, de torso robusto y cabellos largos se enamoró locamente y se escapó con él casi sin pensarlo.

En diez años parió siete hijas. Todas idénticas entre ellas. Cabellos lacios y negros como el indio, figuras esbeltas y finas como la madre. Bellísimas y serenas, siempre esperando desde niñas. Las llamó a todas con la letra L delante: Luz, Lágrima, Luna, Lisa, Luisina, Loreta y Lucero.

Cuando su padre murió y le dejó hectáreas verdes de praderas y un montón de animales, dejó al indio y se llevó las hijas a la estancia donde había nacido. Se ocupó de todo y enfrentó a los poblanos con un dejo de soberbia y mucha indiferencia. Regenteó los campos y animales con rigor y educó a sus hijas en artes secretas e irresponsables.

La estancia, después de su muerte, se hizo famosa por una especie desconocida de aves bellísimas que habitaron los aleros de la casona. Fueron y son, un atractivo turístico hasta el día de hoy. Las aves eran siete, lucieron siempre un plumaje negro con finas líneas rojas en las alas. Han vivido allí más de ochenta años y no se sabe muy bien como se reproducen, se piensa que son hermafroditas . Ponen siete huevos por vez y han poblado la comarca de infinitas avecillas iguales.

Los viejos decían que se llaman las Eles porque cuando murió Violeta, sus hijas desaparecieron.