Con lentes azules


Mi hermana me leyó aquel cuento de la autora francesa cuando yo tendría seis años. Ahora que lo pienso, no sé si me leyó o me lo narró. Era sobre una mujer que tenía unos lentes azules. Eran unos lentes que le permitían ver al animal que todo humano lleva adentro. A la señora aquella mansa y voluminosa le veía la vaca interior. Al señor que era déspota, el chacal y así veía un zoo con sus lentes azules que realmente, eran lentes inteligentes.
A mí ese cuento me ha quedado fijado en la memoria. Cada vez que me cambian la receta de mis lentes y busco armazones sonrío y evito los azules. Aún siendo mi color favorito.
Y sucedió. Pero jamás pensé en los lentes de natación. Mi única gimnasia ha sido por años nadar media hora en la vieja piscina del club. Ese día me puse gafas azules anti cloro, anti vapor, anti reflejos y no sé qué más. Cuando regresaba de mis primeros cincuenta metros y saqué la cabeza para inhalar vi al león marino observándome. Sacudí la cabeza y toqué la pared regresando. Con los ojos bien abiertos vi la sombra del gigantesco mamífero acompañando mis brazadas. Supuse un delirio de mi cansancio pero no podía ser porque recién comenzaba. Sería el estrés. Del otro lado a los veinticinco metros vi la foca. Temí lo peor: me quedé loca en el agua, pensé.
Otra vez divisé al enorme león marino y más lejos un poni corría por el pasto verde. Detuve mi ejercicio, me tomé del pasamanos y ya en la escalera me quité los lentes y me atreví a mirar.
Había comprado los lentes azules. Cada vez que los llevara puestos vería el animal que los otros llevan dentro. Corrí al vestuario para ponérmelos frente al espejo…

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