Cuando abandonamos la casona no miré ni una sola vez hacia atrás porque no quería llorar. Habían anunciado el viaje de regreso un día gris de otoño, mi padre con voz grave y mamá con un alivio inminente. Mamá siempre tuvo miedo de la zona, de la casa, de la lejanía. Papá en cambio, nos ofreció alquel lugar, como tantos otros, como lo máximo de sus posibilidades. Nosotras, con mi hermana, nos enamoramos en forma inmediata del lugar y de verdad, partir fue muy triste.
En el camino de regreso el tren largo y serpenteante rodeó los bosques de pinos y taló los álamos con su sonido parejo. Nos íbamos alejando de la casona y yo lloraba, mi hermana leía sin ver y mis padres charlaban como si nada.
Ese lugar que dejábamos truncó también todas las posibilidades de ascenso en la escala social pero, mi padre siempre decía que era imposible subir un peldaño en la escalera si era por escalones rotos o ajenos. El tema fue que en ese último mes le trajeron a mi padre una valija llena de dinero, le pidieron que la guardara y que sólo en él podían confiar. Mi padre pasó una semana sin dormir, custodiando ese dinero que no era suyo y que, según él, era mal habido. Cuando finalmente vinieron a buscarlo entregó con el dinero, su renuncia. No hubo forma de que desistiera.
Así era mi viejo y yo, llorando en su falda aquel día que dejamos La Esmeralda, no imaginaba que me estaba dando lecciones de vida que nunca más estudiaría.
Primer relato de La Esmeralda
