Llegamos en la madrugada y sin ánimos . Nos metimos en la primera habitación disponible. -Mi reino por una cama, gritaste riendo de tu frase. Los chicos se bañaban y se peleaban en el baño.
-Volvimos a ser civilizados, recé bajito sobre tu oído. (Cuándo ibas a entender que con cuatro niños y nuestra edad, ya no estábamos para turismo aventura). Te burlaste de mí y criticaste, como siempre, mi antigua casta de busguesa completa. Yo me refugié en el baño, puse orden, logré acostarlos y a media noche, todos dormían.
No pude conciliar el sueño, estaba agotada después de ochos días de camping y ni uno de sol. Solo nosotros salimos y desencadenamos el diluvio decías riendo. A mí me agotaron las peleas, los gritos y los aburrimientos en la carpa.
– Nos vamos ya!, grité ese domingo que la lluvia recomenzó como si jamás hubiera llovido. Y llegamos a ese lugar tal vez perdido de las rutas turísticas.
A las cinco de la mañana se perfiló un espléndido día de verano. Salí sin calzarme, necesitaba soledad. El mar rugía tranquilo después de tantas tormentas. Caminé su orilla como en peregrinación. Me parecía otro mar, me semejaba otro paisaje y otra vista. No lo sabía entonces, había encontrado mi paraíso.
Primero apareció el zapato viejo lleno de algas y caracolitos, solo y navegando en medio de la resaca. Después bien muerto, el dueño del zapato y más algas y caracoles. Y a partir de ese hallazgo la vida nos dio un vuelco inesperado y pasamos de turistas a investigadores de un crimen y sus consecuencias. El zapato contenía, a pesar del naufragio, la clave del asesinato.