Anduvimos por las calles de la neblina, nos metimos ahí a propósito. Tropezamos varias veces con el empedrado desparejo, sentimos maullar gatos sin verlos y las plantas ponían más sombría la niebla.
Fuimos bajando al río inmenso, casi mar, sin hablar y tomados de la mano. Un frío penoso y húmedo avanzaba y nos cubría. Éramos dos sombras en la niebla que cometen la insensatez de salir a esa hora y en ese lugar.
Casi no se podía ver el extenso río, como mar, que estaba mudo bajo la densidad de la neblina. Caminamos algo desanimados, era tan intensa la soledad y el silencio que tuvimos que hacernos la promesa, nuevamente, de cumplir lo pactado.
En la curva del muelle pequeño nos detuvimos y miramos con asombro lo poco que se podían distinguir los botes y veleros. Estaban todos como flotando.
Y si nos fuéramos? , dije susurrando. Podríamos…, respondió pensando.
Partimos sin dejar las cenizas de los abuelos, que debíamos llevar ese día a esa hora en un recodo del río inmenso, como mar.
Fue fácil robar un bote y aventurarnos en la niebla. Las cenizas de los abuelos van con nosotros. Talismán? No sé, pero me gusta llevarlos a una aventura que no se sabe cómo ni cuándo ni dónde finalizará.