Puedo escribir hoy un cuento diferente, un cuento que comienza por la palabra prisión.
Un cuento que tenga que ver con la palabra máscara.
Un cuento sobre vida, prisión y máscara.
Reducido a tres palabras el cuento evitaría la palabra muerte que ya está incluida en dos, máscara y prisión, pues son formas de muerte.
La vida que se intenta vivir detrás de máscaras, aprisionado, o prisionera, de cualquier realidad por mejor que sea, no es vida.
La vida debe de ser a cara limpia, sin ninguna línea que la disimule, sin ninguna atadura que te contenga.
Quién puede hoy hacerlo, quién goza de esa irrealidad: no usar jamás ni un poco de máscara, no delinear gestos o tapar batallas, no sentirse preso de aceptar o agradar, o romper, o gritar, o disimular, o mentir…
¿Habrá alguien tan libre en este planeta? ¿Lo serán los indigentes?
Un indigente que conocí hace años había sido rico, de posición económica sólida, sin problemas para estudiar, derrochar, competir y socializar. Al final, todo es casi lo mismo.
Pues resulta que un día se hartó y comenzó a quitarse alguna máscara. Al principio creyeron que era de puro snob, otros lo trataron de sarcástico, otros sacudieron la cabeza y pensaron en los caprichos de los ricos. Él sintió por primera vez que había dicho la verdad, no importa sobre qué, digamos sobre determinada situación. Y al sacarse la máscara y ser sincero por un rato, sintió que respiraba mejor.
Por unos días se mantuvo espectante, no sabía qué le había ocurrido, sólo había dicho lo que pensaba y que sabía, no debía ser pronunciado en voz alta. Pero ese halo de aire puro que le pareció percibir al decirlo, lo persiguió. Y volvió a decir lo que pensaba frente a los demás, y volvió a sentirse libre y así, poco a poco, su máscara fue cayendo, cayendo…
Dejaron de invitarlo a pesar de su fortuna, sus padres lo enviaron a terapia, los amigos comenzaron a evitarlo. Y cada vez se sintió mejor.
Pero dio la casualidad que la terapia le resultaba aburrida y se puso a caminar, por primera vez en su vida, la ciudad por cualquier lado. Cuando digo cualquier lado, me refiero a lugares que nunca, jamás, hubiera visitado.
Un día charló con un pescador bastante pobre que tenía una barcaza en ruinas, charlaron sobre cosas casi intrascendentes y sintió que ahí, la máscara ni siquiera por un momento debía usarla.
Al finalizar el día le propuso regalarle, porque sí, porque podía, un bote nuevo de pesca, la ofensa del hombre fue genuina. Se sintió por primera vez, irrelevante con su dinero. Y ya no regresó, la ofensa del hombre lo humilló, se avergonzó.
Pero los paseos terapéuticos continuaron. No fue fácil en realidad, le llevó años aprender a hablar con la gente, se entendían poco, le costaba comprender, le llevó un par de años ese estudio que le posibilitó sacarse la máscara a diario y ser otra persona. ¿O tal vez usaba una nueva máscara?
En su vida regular usaba las otras máscaras, las del hombre joven, rico, que lo tiene todo, que es algo intolerante, que desprecia a casi todo el mundo y ríe de bromas absurdas. La diferencia era que ahora, con el paso del tiempo, sentía cada vez más el peso de la máscara y se sentía preso. Cada vez más preso de su posición social, de su estatus de vida, de las amistades, de los compromisos, de los negocios de su padre, de las amigas de su madre y de las hijas de las amigas de su madre.
Acorralado por estos sentires, nuestro joven tuvo que asumir un compromiso de boda, ya estaba previsto y era lo que se esperaba, así que usó su máscara de hombre obediente a los mandatos sociales y lo hizo pero, sintió más que nunca el peso de su prisión.
Cada día que pasó después de ese compromiso, huyó de su cárcel cada vez que pudo, poco a poco se fue quedando en lugares insólitos para su condición y creo, esto no lo sé con fehaciente fidelidad, no regresó al hogar.
Sé que lo buscaron y reclamaron y pensaron lo peor. Lo mataron, lo secuestraron,suponían y la policía estuvo activa durante tres o cuatro meses. La familia llamó detectives extranjeros, y se hizo una búsqueda llena de requerimientos especiales donde además, se aclaraba que nuestro joven, estaba en tratamiento con psicólogos y psiquiatras y tomaba medicación.
Las ciudades pueden esconder muchas cosas, un hombre libre también puede ser escondido en ella, parece que fue el caso. Cuando conocí la historia era apenas una niña de once años y no me creí nada de lo que me contaron. Cierto que uno veía ese indigente, desgarbado, de pelo cano, sucio y harapiento y notaba algo diferente, pero a mi juicio, era un simple mendigo más de los que abundan en nuestras ciudades.
Mi abuelo me había dicho, si no te da vergüenza o miedo, sentate un ratito con él en la plaza y hablale, ahí notarás la diferencia. Tentada por eso de no tener ni miedo ni vergüenza, un día lo hice. Por esaépoca una de mis locuras era transformarme en cantante de ópera. Algo snob lo mío también, pero era mi vocación a los once años. Así que me senté y quise hablar de ópera. Quise pero no pude, el anciano conocía y había visto más óperas de las que vería yo en toda mi vida, no sólo en el país sino, en el extranjero. ¿ por qué se lo creí?, pues porque conocía a la perfección detalles, nombres, y hasta podía canturrear áreas más o menos conocidas. Mi fascinación no tenía órbita en mis ojos y mi mente. Un mendigo que sabía más de ópera que mi profesora de piano. Incluso más que mi padre, que era un gran fanático.
Ese día inicié una amistad inusual, con el mendigo que habitaba no sé dónde, pero que tomaba sol en la plaza del barrio en el invierno, y mi camino desde la escuela, era justamente por ese lugar. Así que le avisaba que volvía y él me esperaba, el abuelo me acompañaba, mientras él tiraba maíz a las palomas yo me deleitaba con mi interlocutor, hablábamos de ajedrez, después llevé el tablero, jugábamos, hablábamos de Egipto, y de todas las locuras que yo tenía en mi cabeza con casi doce años, con todo lo que me desvelaba.
Alguna vez, cuando ya éramos amigos, le pregunté por su situación, por su familia, si nunca lo habían encontrado, qué había sucedido. Creo que me respondió por respeto a una niña que le entretenía las tardes. Me dijo que sí, que su familia lo había encontrado después de años pero no lo habían reconocido o no quisieron, y así, Santas Pascuas, agregó sin tristeza.
Mi amigo se diluyó en el tiempo y hoy me dio por recordarlo. Alguna de sus charlas eran sobre máscaras y prisiones, de oro, de plata, de seda, decía, pero te ocultan, te atrapan, no te dejan ser. No sé cuánto tiempo duró mi entusiasmo por conversar con un verdadero y extraño indigente, tal vez fue un año, luego me habré olvidado, como se olvidan las cosas a esa edad.
Hoy, invierno, pasé por la plaza de mi infancia, no ha cambiado demasiado. Y lo recordé, incluso recordé el banco donde nos sentábamos a hablar de ópera o ajedrez, o del río Nilo y las religiones orientales, me he estado preguntando todo el día, ¿cómo puede ser que lo haya olvidado?
Tal vez lo que me pasó fue que yo también comencé a usar máscaras y me dejé meter en prisiones…