El testamento fue claro y preciso, a su muerte, para heredarla, deberían de romper todos los espejos, absolutamente todos. Y si a la revisión de los escribanos siquiera uno se había salvado, las casas, las chacras, los frutales, los viñedos, las bodegas y hasta las uvas, pasaban a mano de los patronatos de la caridad.
Había coleccionado espejos y dinero a lo largo de casi noventa años, sin hijos, sin maridos , pero con una familia llena de hermanas y hermanos, once en total.
Los sobrinos fueron habitación por habitación, madres atrás escoltando, cuidando cada rincón porque sabían que Eulogia, siempre había hecho trampas. Encontraron espejitos diminutos en relojes y anillos, encontraron en la cocina y en la alacena, había espejos por infinitos rincones y hasta en las casitas de los perros.
Después de quince afanosos días de búsquedas, hallazgos y roturas de espejos, llegaron los escribanos a revisar.
Y no, no pudieron pellizcar ni un solo centavo de su fortuna. Todo pasó a la beneficencia.
Porque jamás ni los sobrinos ni sus madres ni sus padres revisaron el ataúd de Eulogia que era todo un espejo interior, biselado y esculpido, donde la muerta desde otro lugar, sonreía para siempre.