Una de mis tías enlutaba sus espejos cuando alguien de la familia moría. Todos se ponían de negro, hasta el del baño, mi tía era prolija y los forros eran perfectos, en fino tafetán .
Era insólito entrar a la casa y ver cada superficie donde nos mirábamos luciendo riguroso negro, sin mostrarnos nada. Estaban de luto.
La tía decía que los espejos son pura vanidad humana, y por tanto, si una andaba en la calle de negro, era lo justo, en la casa todos los reflejos también debían mostrar su pena. Agregaba pues que el luto ayudaba a ocultar la vanidad.
La suerte fue nacer cuando aquella Era del luto ya se moría de horror, nosotras no usamos luto y nuestros espejos tampoco.
El negro sólo para la noche, para ropa sexy de amante, para vestido elegante, el luto desapareció. Y los espejos brillaron entre vivos y muertos sin ningún tafetán….
Hasta que murió ella, nuestra vidente, nuestra prima huérfana que aprendió a ganarse la vida tirando cartas y curando indigestiones.
Ese día, cuando regresamos a deshacernos de sus cosas, tristes por su partida en plena juventud, encontramos sus espejos cubiertos con paños negros. Y su casa había estado cerrada los siete malditos días qué duró su internación en el Hospital.