Fuimos las dos caminando por la arena hasta el barco encallado. Lo miramos absortas y tejimos posibilidades absurdas. Cuando ibamos a retornar encontraste un zapato lleno de musgos, mejillones y un trozo de cordón que, obstinado, recordaba su dueño.
– Hay que guardarlo, me susurraste.
– No, no ya basta de esa manía tuya de coleccionar cosas viejas, inútiles.
Y vos como si nada, llevándote el zapato lleno de arena y sal.
Al año de tu muerte, aterida por el frío de tu recuerdo, decidí limpiar aquel lugar de reliquias y olvidos. Entre muchas cosas ahí estaba, el zapato lleno de naufragio y playa. No sé por qué me lo puse en la oreja y sentí el murmullo del mar como en un caracol. Sentí las olas risueñas chocando en las rocas y lo mejor, volví a sentir tu risa veraniega.