Contar los locos

Contar cuentos con locos, o mejor, vivir entre ellos contando cuentos puede parecer una locura y valga la redundancia. Pero escondido detrás del berrinche, del psicópata, del ser violento, del delirante, hay un otro. Otro que casi siempre, conviene esconder. Por eso yo, a los quince años me hice la loca hasta que a los dieciocho, me llevaron, me dejaron una temporada con ellos, para que aprendiera a no hacerme la loca, y ahí me quedé.

Ellos, los que no son locos, no se daban cuenta que lo que yo quería era eso justamente, dejar de existir para ellos, los normales. Siempre fui una delirante astuta había dicho uno de los cien psiquiatras que consultaron mis familiares. Y ese sí, no se equivocó. Si habré sido astuta que me mudaron ellos, al lugar más deseado por mí: el lugar más oculto de todos, el que ni se nombra, el que es peor que el cementerio, el que tiene menos visitas que la cárcel. Para aislarse, créanme, no hay como un manicomio.

En seguida o casi, no recuerdo, las enfermeras me pidieron que ayudara con la contada de los locos a la salida de los pabellones. Por si alguno se había escondido, suicidado o dormido de más. Al principio fue muy complejo, contaba como los locos y nunca tenía el número real.

Entonces fue que aprendí a ponerles nombres a los números y fue tan fácil como inimaginable. El 401 era un colibrí, el 402 una oruga…me acuerdo del 413 porque era un martillo.

El día que terminé de bautizarlos y cada cual tenía un nombre, ese día me dieron el maldito alta médica y lloramos juntos, a los gritos, entre lamentos y mocos, babas y groserías, porque sabíamos que iba a demorar en volver.