Él se iba, yo era pequeña, lo entendía en mi medida. Se iba, estaba meses sin verlo. No sé si lo extrañaba, amaba dormir en su lugar de la cama grande. Amaba tener a mi madre para mí.
Cuando se iba sus viajes parecían velorios para mí mamá, lloraba escondida por los rincones, íbamos a despedirlo a la estación, porque los trenes existían, ella regresaba derecho a la cama, se acostaba y se levantaba como autómata durante semanas. Ambos se escribían semanalmente.
Cuando él regresaba la casa era de fiesta desde unos días antes, todo limpio, prolijo, el menú estudiado y las compras realizadas. Nuevamente ir a la estación pero con los brazos abiertos, para abrazarnos, para desear no separarnos, para estrecharnos.
Cuando crecí y viajamos juntos por el vasto territorio argentino, me di cuenta los largos caminos que mi padre hacía solo. Aún así no pudimos viajar siempre los tres y la estación de trenes seguía recogiendo despedidas y reencuentros. Angustia y felicidad.
Cuando papá decidió hacer su viaje sin retorno así, tan joven, yo me empecinaba en ir a la estación y miraba llegar los trenes. Tenía suficiente edad para entender la muerte pero me consolaba ver llegar a otros y verlos abrazarse a su familia.
Mi padre me enseñó a viajar, mi madre los caminos de la espera. La estación fue y es una casa de felicidad que me recuerda los abrazos imprescindibles qué hay que darle a los que se van o regresan, siempre.