Cuando la señora Robinson le regaló el juego de porcelana para el té, Rosalía tembló, lloró y agradeció como un mendigo famélico frente a un pan.
Ella venía del campo, tierra arada con su sudor y regada por sus lágrimas. Mientras cultivaba la tierra del señor Robinson, soportaba la horfandad como podía. Sus hermanos la dejaron al cuidado de los dueños de las tierras una vez que los padres murieron.
Y Rosalía aró, sembró y lavó pisos y ropas, llorando por los rincones las embestidas de los niños de la casa como podía. Cada noche trancaba la puerta de su cubículo pero cuando los mayores tuvieron fuerza, la derribaron y ya nada más pudo hacer.
Mientras lloraba y trabajaba descubrió que también podía coser y se ilusionó con hacerse un vestido, no tenía ninguno. La señora Robinson le fue proporcionando telas e ideas, que al fin y al cabo, tampoco estaba de acuerdo con sus hijos mayores, pero no se enfrentaba ni al padre ni a ellos.
En un año de sacrificios fuera de hora, Rosalía tuvo una profesión como para huir a la ciudad y la señora le dio el juego de té de su abuela. Era lo único que nadie extrañaría. Rosalía partió en la madrugada con sus trapos e ilusiones, cuidando el juego de té más que la vida que latía en su panza que ya era casi obvia.
La señora Robinson la bendijo y rezó horas y días para no volverla a ver.