Visitar a tía Arcadia era casi un compromiso semanal. Y lo tomamos mucho más en serio cuando enviudó y a los pocos días había vendido la casona enorme, vacía de hijos y marido y mascotas, se mudó alejada de los límites más urbanos.
Tía Arcadia era joven aún, apenas pasaba los cincuenta, tenía una melena rigurosamente cortada y con algunas canas, usaba poco maquillaje y le gustaba usar ropa deportiva.
Ir a su casa, después que se mudó, pasó a ser un encantamiento extraño para nuestras adolescencias jóvenes. Además de un pequeño jardín al frente , la casa era pequeña y cómoda pero no tenía muebles.
Adentro de cada habitación había baúles, de diversos tamaños y colores, antiguos y modernos. Nos sentábamos en unos tapizados de almohadones y la tía iba a la cocina y traía mate, café o jugos, según la ocasión, más alguna delicia culinaria hecha con sus manos.
El gran tema es que la cocina también estaba llena de baúles de infinitos tamaños y colores. La primera visita no preguntamos nada, salimos las tres primas, convencidas de que se había vuelto loca y había puesto todo dentro de baúles.
La segunda visita le pedimos para ver su dormitorio con la ilusión de ver una cama. Sólo baúles. Y a nuestra pregunta de dónde dormía, abrió uno hermoso que adentro lucia primorosas sábanas. A mí me pareció la cama de un vampiro, les dije asustada a mis primas, al salir ese día de su casa.
Teníamos que descubrir el secreto. Pero la ansiedad pudo más y se lo preguntamos directamente: – Tia, queremos saber porqué guardas todo en baúles y no usas más muebles, ni adornos, ni cuadros…
– Porque guardo todo lo que tengo y nadie sabe si tengo mucho o poco, si todo está brillante o un poco sucio, si guardo cosas viejas o me compré todo nuevo- contestó- porque a nadie le importa y quiero vivir así.
Fin de la conversación pero no de nuestra curiosidad. Después de meses de visitarla y charlar con ella, nos animábamos y mirábamos algún baúl. Nada. Nunca vimos nada. Ni en los pequeños de la cocina.
Su casa siempre estaba inmaculada pero lucia tan extraña llena de baúles. Algunos tenían candados.
Ese invierno la tía Arcadia se negó a cuidarse del frío y salió como siempre a las seis de la mañana a dar su larga caminata. Al otro día cuando la visitamos nos comentó que se sentía afiebrada y muy cansada. Nos fuimos temprano y le pedimos que nos llamara si necesitaba algo. Pues en algún baúl tendrá su teléfono, supusimos.
Pero a la semana siguiente no nos abrió la puerta el día de visita y temimos algo raro. Llamamos a los mayores que jamás la visitaban, después a los vecinos que confirmaron que hacía muchos días no la veían. Finalmente llamaron a la policía quien después de 48 horas tuvo orden de abrir la casa.
La casa lucía inquietante con sus baúles. Sólo el que tía Arcadia usaba como cama contenía su cuerpo adentro. Era macabro: el baúl estaba abierto con la tía muerta adentro. Impecable como si durmiera estaba pero después, el forense dijo que hacía tres o cuatro días que había muerto.
Nadie explicó ni preguntó demasiado. Los más curiosos abrieron un par de baúles y al no ver nada adentro, perdieron interés y se fueron. Nosotras nos quedamos en la casa esa noche. A la tía la llevaron a la morgue. El sepelio al otro día, después de la autopsia. Nosotras insistimos en quedarnos, éramos las únicas que la visitábamos desde hacía un año.
La verdadera razón era abrir los baúles. Ya sabíamos en cuál de ellos estaban las llaves de los cerrados. Nos dimos a la tarea apenas comenzó a caer la tarde. Abrimos todos, todos, los infinitos baúles.
No encontramos nada! Ni una cuchara, ni una taza, ni un abrigo, ni un solo objeto de valor o sin él. Era la casa más paupérrima del mundo pero estaba llena de baúles que quién sabe qué secretos guardaban.