Era un martes de calor adelantado. En pleno centro comercial los vendedores de sueños tenían público con sueldos nuevecitos. Una masa humana compraba, paquetes iban y venían. La plaza de comidas abarrotada no tenía espacio. Me acomodé en un rincón olvidado bebiendo sólo un modesto café y me dediqué a observar.
Las mujeres más extrañas estaban en esa mesa donde una de ellas, creo que la mayor, tejía ganchillo. Su mesa era un caos de cosas desperdigadas, hilos, lanas, medicamentos, billeteras y tal vez un peine. Todo tirado como si hubiera sacudido la cartera con brusquedad sobre la mesa. Ella tejía impasible. La otra mujer vestía una especie de toga verde musgo. Se acerca con la merienda, café con leche y unos biscochos. Apenas la ve la del ganchillo suelta el tejido y se pone a beber y comer con ferocidad. La otra le hace una seña y la tejedora se mete unas pastillas en la boca junto al café y los bizcochos. Come con avidez, le chorrea una baba con café y migas por la comisura de los labios. La de la toga se sienta con delicadeza, endulza el café con tranquilidad y desmiga un trozo de masa dulce con extrema delicadeza. Le susurra algo a la tejedora que sólo sigue devorando. Y entonces con la boca llena, los ojos fijos y desorbitados, se para y grita.
Es un grito agónico, terrorífico, interminable. Todo se detiene en el centro comercial. Paran de tomar helados, paran las ofertas, se detienen los empaquetadores y dejan de humear los cafés. Se detiene el tiempo unos segundos o una vida, pueden ser lo mismo. Paran las escaleras mecánicas y los ascensores. El grito sigue agónico y detiene la vida, las personas son estatuas, los helados no se derriten, los cafés no humean.
Luego la del grito se calla y se sienta. Hace a un lado las sobras de la merienda y recomienza su labor de ganchillo. La otra no se ha inmutado. Cuando la tejedora reanuda su labor, las piezas vuelven a su lugar. Todo comienza otra vez, como si el grito hubiera sido imaginario.
El grito
