En medio de veredas de tierra y barro, las madres sacaron sus colchas desteñidas. Las usaron como alfombras para sentar los niños.
Barrio pobre, tan pobre, ojos grandes puestos en la persona que les iba a hablar por un micrófono, ropas raídas y zapatillas rotas.
Más allá, la vecina está preparando la merienda y el olor a chocolate con leche perfuma el barrio. Las narices se expanden con deleite: una taza de chocolate y leche, algún bizcocho y por un rato, sentirse feliz. Cuando hay hambre, la felicidad puede tener olor a comida.
La persona que tomó el micrófono estaba un poco inestable, el olor del chocolate no lograba quietarle el otro de su nariz. Era un olor fuerte, le trajo recuerdos de infancia pero no pudo precisarlos. Tenía que dirigirse a su público que la esperaba antes de esa comida vital.
Y empezó a narrar suavemente, estiró sus brazos, gesticulando, le puso alas al cuento. Así, hasta que llegó el silencio y unos cincuenta ojos ansiosos siguieron la trama. No se hizo esperar al final, un aplauso espontáneo y el pedido de otro. La narradora creció y a pesar de su olfato, obvió el aroma pesado y comenzó el segundo. Otra vez y poco a poco fue escuchando el silencio, mirando cómo los ojos perseguían la trama. Sintió las risas, disfrutó los gestos de incredulidad y festejó con ellos el final bienaventurado.
Pasaron más de treinta minutos, consideró que ya era mucho a pesar de que seguían atentos. Pero la mesa servida con chocolate, leche, bizcochos, le pareció injusta tanta espera. Abandonó su micrófono y su público salió corriendo en busca de la merienda.
Entonces y a pesar del bullicio, volvió a percibir el aroma fuerte pero esta vez acompañado de un “ oinc oinc”, que reconoció: eran cerdos?!
Allí nomás, detrás suyo, a escasos treinta o cuarenta metros había un chiquero lleno de cerdos. Chapaleando barro con patas y hocico, una hembra y varios lechones, habían escuchado también sus cuentos.
Se quedó un rato al lado del rústico corral improvisado casi en la calle. Recordó su infancia cuando tapaba sus oídos y se escondía para no oír los gritos cuando chillaban al ser llevados a la muerte.
Miró el chiquero y las niñas y niños qué metros más allá devoraban la merienda. Se dio cuenta que había sido su mejor experiencia. De todos los escenarios recorridos ese fue el mejor. El único donde hasta los cerdos hicieron silencio para escucharla narrar.
Hola! soy Julia, de Argentina. Visité este blog y me gustó mucho. También tengo uno con algunos cuentos que escribí. Ojalá pueda visitarlo. Estaré atenta a su página para seguir disfrutando de sus relatos.
Saludos!
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