Hallar una casa fue imposible. Nos escondimos en unos escombros. Me recosté en un pedazo de pared que pudo ser un dormitorio, una sala, a quién puede importarle ese detalle.
Los otros , atrincherados en trozos de muro hacían señas, gestos, jugaban un truco de ciegos en la oscuridad.
Supe que estábamos perdidos. Olí la muerte de nuestras adolescencias. No volveríamos a ser los mismos. Aquella emboscada marcaba un no retorno. Un hasta nunca. Se podía oler el miedo pero también, la apasionada decisión.
Las botas resonaban en el callejón. Los perros negros, ladraban con babas furiosas. Me hice feto, metí la cabeza en mis rodillas y lamenté no poder rezar. Uno de los que no temblaba se hizo el héroe y empezó de nuevo a cantar consignas. Le taparon la boca pero fue en vano. Los perros olfatean la juventud valiente y la detestan. Hicieron un cerco alrededor de los escombros. Se hizo un silencio pegajoso.
Fui yo…empecé a sollozar. Los perros se abalanzaron…nos descubrieron.
Después más o menos lo que hoy puedes leer en algún diario después que todo fue legal. Después que se supieron cómo fuimos atrapados, humillados, aislados, sometidos, torturados, violados, golpeados y desaparecidos, sí… después cuando fuimos cenizas y olvido, alguien pudo escribir.
Y lo escrito fue negado, rechazado, negado y religiosamente archivado. Y vino la segunda gran sepultura: amnesia inyectada.
Anduvieron de acá para allá las cenizas y las palabras aprovechando rendijas. Alguna vez, cada tanto, salen a la luz y se conocen trozos de historias hechas con restos humanos que no quieren ser olvidados.
Las palabras hacen lo propio, cada vez que pueden cuentan, cantan, dicen y repiten las miles de historias que te obligan a olvidar.