El jardín muerto

Contaba en mi entrada anterior la habilidad de mi madre para hacer jardines. De la nada y en poco tiempo los hacía. Contaba también de su costumbre de hablar con las plantas. De mi incomprensión hacia su destreza con los jardines que dejó en muchas casas de mi infancia nómade.

El último jardín que dejó mamá lo hizo para mí. Cuando me mudé por última vez y decidimos quedarnos en esta ciudad porque no quería para mis hijos cambios de colegios como lo hicieron conmigo, compramos una casa con un inmenso predio para jardines. Incluso ya tenía uno.

Mamá se fue conmigo. Para mis hijos y para mí la alegría fue mayúscula, sabíamos de su enfermedad cardiaca. Tenerla era un alivio y una satisfacción.

Inmediatamente mamá modificó el jardín a su antojo, quitando, agregando, regando, podando, imponiendo su buen gusto. Me pareció lo mejor que nos podía suceder ya que soy terriblemente inútil con las plantas.

En un año y poco teníamos el jardín lleno de flores, las enredaderas brotaban, los bulbos se multiplicaban, los helechos se hacían gigantes. Variedades de orquídeas habitaban las sombras de los árboles que habían quedado al fondo. Los cactus tenían un lugar especial y las rosas, otro. Feliz la tierra y las plantas y el jardín en su esplendor cuando mi madre sufrió su último ataque cardíaco.

En apenas una semana mi madre murió, regresé a casa y vi sus plantas tan tristes como yo.

Después de agotar mis lagrimas llamé un jardinero, al mes llamé a todas las vecinas que tenían plantas y a los tres meses, vi morir la última planta que me legó mi madre.

Lloramos a mares con mis hijos. No podíamos creer que su último jardín muriera con ella. Pero así fue, las plantas no quisieron sobrevivirla.

Y sólo salvé sin querer un bulbo de orquídea de tierra que aún anda conmigo y vuelve a florecer cada año… la única que tuvo piedad de mi dolor y de mi incapacidad para cuidar plantas.