Me es imposible saber la historia de mujeres que arribaron con destreza a las artes marciales acá, en Sudamérica. Supongo que en los años 60 no habría muchas.
Por eso me interesó la historia de esta mujer menuda, con cara de niña pobre, que asaltaba conductores y los golpeaba terriblemente si no accedían a entregarle el dinero.
La muchacha se paraba en zonas estratégicas de la ciudad en horas de la noche. Cuando veía un conductor solitario, que no llevaba prisa, salía a su encuentro gritando, gesticulando desesperada como si se le fuera la vida en ese aventón rogado.
Después de explicar al conductor que la llevase unas pocas cuadras que su novio la venía persiguiendo para golpearla, el auto arrancaba y a los pocos metros explicaba con voz suave la realidad de su aventón:
– Vas a detener el auto ahí, despacio, me vas a dar todo lo de valor que tengas. Si no lo haces, lo vas a lamentar, soy karateca, te romperé los huesos.
Y lo hizo más de una vez, no sé si rompía huesos, pero los dejaba para hospitalizar por la golpiza. La noticia demoró en cobrar notoriedad y sinceridad porque la mayoría de los asaltados no querían : decir que levantaban jovencitas solitarias en la noche y mucho menos, que habían sido atracados y golpeados por una mujer de menos de 60 kilos.
Así que la » Karateca» ladrona de conductores solitarios se hizo famosa por los murmullos y no llegó a los diarios. Y siguió robando.
Cuando llegó la denuncia oficial del primer hombre que se atrevió a revelar la verdad, después de soportar más interrogatorios y ofensas que un delincuente, la ladrona tuvo tiempo a organizar su escape.
Desapareció. Quedó su historia y la de sus golpeadas víctimas que, haciendo gala de su ego macho, no contaron que también ellos habían caído en la trampa sutil y dolorosa de una jovencita diestra en trucos y artes marciales.