La novia esperaría nerviosa en su noche de bodas. Camisón primoroso de escasa sensualidad pero que exhibía un inmenso escote de época. La habitación señorial olía a jazmines y la alcoba entera era de una cierta majestuosidad trémula, como la novia.
Entraría el novio semidesnudo y con sonrisa seductora. Tomarían un copa de buen vino y sin prisas comenzarían a hacer el amor. Era el hombre quién obviamente, conducía a la joven pero ella, con toda la sensibilidad a flor de piel, tal vez participó más de la cuenta para ser, como lo era, una señorita de clase alta de fines del siglo XIX.
Después que todo terminara y que los besos se prolongaran extasiados, él enterró la daga bajo el corazón lleno aún de gozo. Fue quizás una muerte rápida y sin demasiado dolor.
Desde la ventana donde bebieron el vino y conjuraron el amor por única vez, se arrojó él minutos después. Se estrelló contra las baldosas de piedra pulida de la galería principal.
Las manchas de sangre, lavadas con agua, jabón e infinitas lágrimas familiares, jamás terminaron de salir. La maravillosa residencia, regalo especial a la joven pareja, se fue diluyendo en el abandono.
Cuando fuimos a comprar la casona, con la finalidad de construir un refugio de animales, habían pasado más de cien años y las manchas persistían.
Decidimos dejarlas. Ahí están, atestiguando un triste episodio confuso de locura y crimen que jamás tuvo explicación…
Los perros y gatos adoptados en este lugar tienen especial preferencia por hurgar oler lamer esas manchas. Algunos felinos eligen esos sitios para acostarse, con sus ojos semi cerrados parecen hurgar el pasado. Los perros en cambio, olfatean las manchas eternas, luego se alejan lloriqueando por una historia que intuyen o conocen…