La última

Don Terio tenía años e inundaciones encima de sus hombros cuando anunció que ésa, la que fue ganando la ciudad en forma lenta y paulatina, sería la última.

Nadie le hizo demasiado caso porque andaban ayudando a los que el agua dejaba sin casa. Y el río que solía ser desbastador en sus crecidas, fue avanzando en forma muy moderada durante tres noches, porque en el día las subidas se detenían. En el cuarto día se levantó el rumor de una extraña enfermedad.

En el quinto las personas no salieron de sus casas y los auxilios menguaron. El río seguía avanzando en forma acelerada y siempre durante las noches.

En la octava noche la luna llena alumbró una ciudad totalmente sitiada por las aguas y con un silencio ensordecedor.

Para la segunda y tercera semana de crecidas nocturnas y avasallantes, los pobladores ya tenían sus aletas y vejigas natatorias prontas. En la siguiente luna llena, todos nadaban y desarrollaban branquias. Y el río de crecidas nocturnas no paraba, no paró.

Para cuando la ciudad quedó completamente cubierta, bajo las aguas torrentosas, toda la población desarrollaba sus vidas nadando bajo el agua.

Algunos aún asomaban sus ojos de tanto en tanto, otros seguían sus vidas en el fondo del lecho de agua, los demás perfectamente organizados, recolectaban el sustento diario aprendiendo el cómo.

Debajo de la última inundación quedó Don Tirio, con sus aletas y su ojo visor, como lógico jefe del nuevo orden reinante bajo el agua.