De las mujeres y sus agujas sé un poco,
de las mías, casi nada.
Todas cosían o tejían en torno a la matriarca
que dirigía, mi abuela… y yo nada,
no aprendía no podía no quería esas
agujas, las odiaba.
Ser rechazada en la niñez es tremendo,
se te agujerea el estómago porque deseas ser la mejor y la más aceptada.
También es frustrante no acatar el mandato y darte cuenta que esa es tu misión de vida.
Las rondas en torno a las agujas eran diarias,
los hilos, lanas y agujas diseñaban y pintaban
infinitas formas que me eran indiferentes.
Me ponían a cebar mates porque era la única holgazana en la colmena hacendosa.
También rechazaba mi misión de cebar mates e intentaba todos los trucos, hasta los más asquerosos, para que desistieran… no había
forma. Nunca pude resignarme a las agujas y los mates.
Una tarde de verano, con chicharras y ventiladores, tomé un libro y leí en voz alta.
La colmena escuchó y aprobó mi lectura.
Ese día comencé mi carrera ejecutiva de leer para otras, las laboriosas.
Sigo siendo holgazana con las agujas, sigo siendo indiferente a los tejidos, sigo sin entender nada de telas, colores, formas.
Mi mano sólo teje a tientas con la fina aguja de la palabra. Algunas veces el tejido me satisface y otras, lo deshago mil veces y vuelvo a intentarlo.
Estas palabras como lanas e hilos que se meten en mi mano y tejen sin parar son las manos de mi madre, las de mi abuela, mis tías, mi hermana y mis primas, laboriosas y tejedoras, costureras, bordadoras que me enseñaron el arte de contar.
Una contaba puntadas, la otra ganchillo, la otra lazadas y así vivÍan sus días; hoy soy yo que la paso tejiendo y destejiendo a pura palabra.
No fue en vano hacerle asco a usar aquellas agujas, no fue malo rechazar aquellas lanas, me hizo muy bien el método y sigo intentando hilar, coser, bordar, remendar y volver a empezar.