Dónde está tu Paraíso?

Cuando propongo esta pregunta quizás la mayoría de los lectores sueñen con una isla caribeña de aguas azules y hamacas tendidas. Otros tal vez piensan en grandes estructuras arquitectónicas o lugares impresionantes llenos de historia y cultura. Un boulevard famoso, una calle llena de vitrinas, un mar azul interminable, un océano lleno de ostra y… porqué no? : una cena elegante y romántica.

El Paraíso de cada quién es, a mi juicio, aquel lugar dónde fuiste feliz. Y si fue en tu infancia, mejor. Y si todavía no te enfermabas con angustia, ni pensabas en la muerte, ni cargabas culpas, la economía no existía en tu día a día, menos aún la política, ni lucir siempre hermosa, si te ensuciabas jugando o corrías sudando, si tu mascota hablaba contigo y en tu casa y tu familia, tenía una etapa estable: no tengas dudas, ese fue y será tu paraíso.

Tuve uno entre los cinco y siete años. Después nos alejamos del lugar y aunque en reiteradas ocasiones pasamos cerca, nunca volvimos.

Sé que llegué con miedo y me fui llorando. Sé que fue lo más amigable que tuve en mi infancia y que después, todo se fue desmoronando. Entre el miedo de la primera noche en la casona y la despedida, una felicidad casi perfecta. Dos años inolvidables de mi niñez. Dos años que nunca pude olvidar. Ni la casona, ni la escuela, ni el club social, ni la cancha de fútbol, ni los caminos llenos de álamos, ni el sonido hueco del viento, ni la visión increíble de la primera nieve, ni el río transparente.

Todo fue guardado en mi memoria. Cada detalle. Y según pasaron los años y me fui quedando huérfana de padre, madre y hermano, hermana, más acudía a la memoria ese lugar. Ese pequeño pueblo en el Sur de Argentina, Cinco Saltos, representó siempre mi Paraíso, mi añoranza, mi incondicional sueño de verlo nuevamente antes de ya no poder…

Ese punto lejano en el mapa, ese pueblo, esa casa…

Pasaron 63 años… volví. No pensaba encontrar nada y encontré todo. Y por unos minutos todos mis muertos queridos estuvieron conmigo. Me llevó papá a la escuela en una camioneta blanca, mi mamá cocinó otra vez en la cocina, mi hermano jugó conmigo a la siesta y mi hermana me armó un cuarto arriba con mi primera biblioteca.

Sentí todo eso y mucho más recorriendo los caminos de ese lugar. Cuánta energía de vida se acumula en estos parajes. Cuánto amor en esa casona…

Pero tengo que contar cómo fue que logré encontrar mi Paraíso y para eso, creo que debo otra entrada.

A un costado

A un costado del camino encontramos las casas abandonadas. Estaban las tres, eran esas que recordábamos, sin dudas.

Techos volados, árboles creciendo audaces en muros semidestruidos, raíces de yuyos trepándose por donde estuvieron los ricos rituales de la comida. Tierra y escombro en las penumbras íntimas del dormitorio y una pequeña parte del cuartro de baño que resiste, vaya a saber porqué. Recorremos las ruinas, no creemos en el olvido, algo habrá, algo aunque sea una pequeña huella.

Estuvimos hasta que cayó la tarde, nos fuimos de regreso con pequeños trozos de infancia que solo nosotros entendemos.

Trenes

Largo, sinuoso, eterno,

marchaba más de mil quilómetros

el tren que nos llevaba a los brazos

poderosos de mi padre.

En la ventanilla se descolgaba un

paisaje de picos, cumbres nevadas,

majestuosidades naturales que

podían justificar cualquier demora.

Yo me aburría y no podía más que

fastidiar a mi madre.

Ella contaba historias, inventaba juegos,

me permitía ir y venir molestando con

mi cháchara infantil a otros pasajeros.

Cuando ya mi impaciencia la colmaba

me llevaba al salón comedor

dónde esperar manjares me entretenía

un par de horas.

Así recorríamos el largo mapa,

llegaría exhausta de tren y de hija,

pero en la estación, brillaban los ojos de mi padre, su abrazo reparador y protector.

Mi madre recuperaba el humor.

Cuando se quedaban a solas los veía

besarse como novios y

no sabía, no entendía, que trenes y

vida, camino de amor, eran su mejor

herencia.