Y una anda caminando las calles y mira, sin ver, tantas viviendas, tantas puertas, tantas ventanas.
Me detengo y no me puedo creer lo que veo. Están vendiendo cotillón y/ o cosas similares y veo, tras la ventana, montones de mercaderías.
Cuántos años ahorraron y trabajaron mis padres para hacerse esa casa y ni la han limpiado? Habrán cambiado los pisos?
Volví, autorizada ya por la sanidad, a la ciudad donde viví mis primeros veinte años. La ciudad del Colegio, del primer novio, donde todavía está casi igual, la casa de mi abuela materna. Enfrente estuvo nuestra casa. La vendimos. La única que sobrevive mirando esta casa soy yo.
Porque fue allí, detrás de esa ventana, que luce igual, donde agonizó mi padre por media hora antes de que su aorta estallara. Antes de vomitar sangre y manchar el piso de madera.
Ahí, atrás de esa ventana, un 19 de junio de noche, se decidió la vida de los que quedábamos. Mi madre y nosotros, tres hermanos, yo tenía sólo quince y me perdí bastante sin la mirada de papá. Un patriarca muy recto y seguro, incapaz de usar su fuerza física pero sí de asegurarse que sus reglas se cumplieran.
Papá se murió en menos de una hora, atrás de esa ventana dio su último suspiro de hombre trabajador, honesto y amante del buen paladar. Amante del canto, amante del buen vino, el hombre que podía hablarme con una mirada. El que me llevó al teatro y también a ver boxeo!
Atrás de esa ventana se desgarró en llanto mi madre, me desmayé por primera y única vez en mi vida, ahí justo ahí… se amarró otro destino para nosotros. Papá vivió su última hora atrás de esa ventana: no tenía sesenta años.
Si pudiera comprar esa casa…si pudiera poner mi cama y acostarme como cuando los sábados lo acompañaba a escuchar boxeo…
Si yo también pudiera dar mi último suspiro tras esa ventana.. que círculo perfecto me parecería toda mi existencia.