Hace algunos años la clásica torta frita, mezcla de harina, agua y grasa, fritas también en grasa, con un poco de polvo leudante, era característica de los días de lluvia.
Era esa masa casera y más bien de casa pobre o de campo que se comía cuando los aguaceros no te dejaban salir.
Con el tiempo la torta frita, muy orgullosa ella, fue haciéndose citadina y ya nadie quería perderse de consumirla los días de lluvia.
De aquellas pequeñas tortas que me enseñó a comer mi abuela a las de hoy… existen un montón de diferencias. No tanto en su sabor, ni en la tradición de hacerlas cuando llueve, eso sigue igual. Pero han crecido: son enormes.
Son turísticas: no puede haber una plaza, un parque, una playa que no tenga su puesto de tortas fritas.
Jamás habrán pensado las pobres tortas en transformarse en vedettes de cada ciudad o rincón turístico. Mucho menos habrán pensado en desatar una guerra.
Cuando la ciudad y los pueblos y el país entero cayeron en un bajón económico, se desató la guerra. Eran tantos los puestos que vendían tortas fritas que casi superaban a los paseantes.
Y entonces hubo uno que, para poder vender más, las hizo más grandes. Enormes. El otro para no quedarse atrás le agregó luces a su carro y las hacía hasta de noche. Hubo una mujer que se hizo famosa porque las hacía cuadradas. Entonces, su vecina, las hizo triangulares.
Empezaron otros a agregarle un poco de azúcar pero, ay, el que tenía más dinero le puso dulce por encima. El otro intento con sal para cambiar todo. Las hubo con miel. Incluso con chispas de chocolate.
Los puestos proliferaban, uno al lado del otro, el ingenio crecía y se había declarado la guerra. La gente se preguntó: qué más le agregaran a las tortas fritas?.
Y ocurrió: organizaron un festival de tortas fritas con premio a la mejor. La noche previa al festival los hacedores de tortas fritas no durmieron preparando sus productos. Agregando, quitando, estirando y recortando.
Al otro día, hasta el sol estuvo presente, no hubo lluvia para decir: hay que comer tortas fritas. Colorido y con olor a fritura se presentó el festival y fueron todos los vecinos: los ricos y los pobres. Fueron de pueblos vecinos. Aquello era realmente lo mejor que había ocurrido en mucho tiempo. Mucha gente dispuesta a probar, aunque la mayoría no podía probar muchas, el dinero como dije, escaseaba.
Y llegó el momento tan esperado: elegir la mejor. El jurado se puso de acuerdo en pocos minutos, la mejor era sin dudas, esa que se parecía a la vieja torta frita de campo que habíamos comido siempre. La ganadora fue una mujer que las amasaba ahí mismo, sobre una tabla y las iba fritando una por una.
La guerra sigue hasta hoy. Casi nadie estuvo de acuerdo con el jurado. Ya casi no quedan espacios para puestos de venta y los fines de semana el olor a tortas fritas se huele desde lejos.
Lo único bueno que trajo esta guerra fue recuperar el sabor original y que los precios van a la baja, demasiada oferta.
Ellas, las humildes tortas fritas de los días de lluvia, de la merienda campera, la que acompaña el mate, sigue siendo reina… la única reina que conozco que nació en un rancho de barro.