El primer disparo me rozó la oreja y ya quedé atontada. El segundo me dió en alguna parte del cuerpo, no supe cuál, el dolor fue uno solo y salí como elevada en el aire hasta que rodé sobre el asfalto, desplomada. A mi alrededor seguían los balazos y las botas y los gritos. Yo oía todo como desde otra dimensión. El cuerpo no me respondía y vi correr un hilo de sangre desde mi abdomen.
El asfalto olía a sangre y pólvora. Me iba durmiendo o muriendo, mejor lo segundo, llegué a pensar. No quería despertar en un hospital de la dictadura. Un cuartel o algo similar: mejor morir. Me fui con el hilo de sangre, que iba formando un charco sobre el asfalto caliente, me fui hacia el charco rojo, mi vida iba por ese pequeño torrente,cayendo, cayendo…
Había sido la mejor manifestación de mi vida, y la última, donde logramos unirnos los universitarios con gremios de obreros. Y fue tal la algarabía de ese abrazo deseado desde todas las teorías de izquierda, que no vimos que la represión venía con balas verdaderas…
Cuando empezaron los primeros balazos huimos y fui de las primeras en caer.
Abrí los ojos y vi el asfalto y mi sangre y la noche cercana, esa obstinación de vivir del cuerpo joven, nadie me había levantado y era difícil de creer. Intenté moverme, reptar un poco, era imposible, el cuerpo entero me gritaba. Yo no quería escuchar mi cuerpo, no quería escuchar nada, quería que mi vida se fuera de una vez… pero no se iba.
Sentí el inevitable sonido de las botas, maldije las botas, el último disparo me remató en el piso.
Al otro día estaba mi foto en todos los diarios y de estudiante universitaria pasé a ser subversiva y guerrillera. Portaba armas y era peligrosa. La muerte me hizo una mujer peligrosa, dejé para siempre de ser una joven estudiante.
Mi familia no tuvo forma de verme muerta. Pidieron por mi cuerpo por vías diplomáticas, judiciales y llamados a cuanto conocido influyente tenían. Nunca lo recuperaron. Fue así, les entregaron un cajón con alguien muerto, no sé quién. Cerrado y sellado el cajón del muerto ajeno, no los dejaron ni llorarme y apuraron el entierro.
A mí me tuvieron en la morgue y ni ahí me salvé de los insultos, algunas patadas y otras aberraciones que ni siquiera muerta pude evitar. Después cargaron mi cuerpo con otros, nos apilaron en un furgón militar, desnudos, vejados, muertos y extraviados nos querían.
Nos tiraron en un foso inmenso, nos taparon y nos dejaron. Y creció el silencio y el pasto sobre nosotros y los gusanos hicieron su trabajo: igual que ellos.
Cuándo fue que un hueso mío finalmente vió la luz? , no lo sé, ese hueso salió y gritó y se escuchó y vino la luz para los otros. Llegaron a desenterrar lo poquito que quedaba de nuestras vidas jóvenes y sepultadas, escondidas y casi olvidadas.
Después vinieron los análisis, las investigaciones y las denuncias. Lo terrible de los reconocimientos: ver a los hermanos llorar, los hijos e hijas con edades similares o superiores a cuando nosotros morimos de muerte asesina. Ver madres y padres tan viejitos. Todos habían mutado: sólo nuestros pobres huesos conservaban un pedazo de aquella juventud borrada.
Lo mío sé complicó: mi familia tuvo que enterarse que nunca me había enterrado, que algunos huesos míos, tan rebeldes como yo, decían que había estado enterrada con los demás. Pero cómo te sepultan dos veces?
– Mirá que sos complicadora- era la frase favorita de mi madre cuando yo la fastidiaba siendo niña. Me hice cargo de esa frase hasta después de muerta.
Mucho papeleo, mucho desenterrar secretos, siguió pasando el tiempo. En el fondo de la fosa común mis restos no sabían del tiempo, me deshice devorada por gusanos y ni me enteraba del día, la noche, los años. Pero cuando mis pobres y rebeldes huesos quedaron como testigo de que mi tumba no era mía, supe otra vez que el tiempo pasa lento.
Supe de las marchas por buscar a otras y otros más desaparecidos que yo. Supe de las luchas que seguían en las calles. Supe que todavía había gente con hambre, supe que al final, éramos todos o casi todos, muertos. Incluyendo a los vivos.
Hoy me están llevando a mi verdadera sepultura, con mi nombre, mi fecha de nacimiento y mis veinte años de vida. Hoy dejaré para siempre el anonimato, seré yo en mi tumba y el balazo que me remató aquel día, en la cabeza, es testigo del cómo. Hoy voy con mis pocos y rebeldes huesos hacia otro hueco en la tierra. Pero voy con verdad, sin mentira.
No hubo justicia, no la hubo. Ni sé quién me disparó, ni si alguna vez sentirá el peso en su conciencia. Me llevo unos pocos restos como episodio restante de todos mis sueños.
He armado un poco de revuelo, hubo que ver quién era el muerto que no era yo, otra vez mi nombre en los diarios y recobré mi identidad de joven universitaria. Ves? Acá voy. Ahora sí me haré polvo y seguiré viva en la memoria. Mis huesos ya no necesitan asomarse. Sólo necesitan el verdadero final.
Gran historia, me habría gustado saber el nombre de la estudiante asesinada, aquí en Tenerife, Islas Canarias, asesinaron a Javier Fernádez Quesada, estudiante de Derecho, la Guardia Civil entró a la Universidad y disparó un 12 de diciembre de 1977, porque Javier había apoyado la huelga general de los obreros.
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