La casa abandonada donde mis hijos jugaban de niños tenía un mendigo que dormía en ella. En lo alto del peñasco se levantaba orgullosa la mitad o menos, de lo que fue una sólida mansión. Tenía en sus memorias luchas familiares por su posesión que terminaron, vaya a saber porqué, en su total abandono.
Y los niños insistían en ir cada tarde y correr entre sus escombros, gritar entre las paredes venidas abajo o encontrar arañas más o menos grandes.
Un día, su único habitante, el mendigo, decidió acostarse temprano. Tal vez fue el frío. Y cuando los niños entraron con sus locas risas les habló desde la sombra de una pared. La ilusión del fantasma los hizo gritar con el miedo alegre y caprichoso que dan esos hechos en la infancia.Llenos de felicidad venían a contarme cada tarde que el fantasma los espantaba.
Sé que debí ser más cauta con aquel personaje mitad ficción, mitad pobreza. Sin embargo nunca pude tener miedo por su figura harapienta.
Pasó el tiempo y un día noté que mis hijos ya no tenían tanto entusiasmo por ir cada tarde a jugar con la ilusión del fantasma. Sin dudas, habían crecido.
– No-respondió el mayor ante mi pregunta de porqué ya no jugaban más en la casona abandonada-su único dueño, el fantasma, ya está muerto.
Esa tarde yo misma me atreví entre escombros y raíces a recorrer las ruinas. No hallé ni volví a ver al mendigo.
Pregunté a los vecinos y después a la policía, nadie lo recordaba, nadie lo conocía y negaron haber visto jamás un mendigo en la casa abandonada.
Ayer terminaron su demolición para reciclara, mis hijos, que ya me han hecho abuela, recordaban conmigo sus infancias y su fantasma que los llevaba cada tarde a correr y gritar entre las ruinas. Estábamos con esos recuerdos cuando apareció la policía, debajo del piso del salón principal encontró un esqueleto enterrado…