Obstinación

El tipo obstinado no habló ni una palabra. También era consciente que no le entendían nada. Además sentía una culpa más alta que sus casi dos metros y más pesada que sus cien kilos. Vivió en el manicomio unos veinte años con un mutismo cerrado, una conducta ejemplar y una rutina de higiene y paseos diarios que para nada parecían acorde al diagnóstico psiquiátrico.

En los años cincuenta había partido de Inglaterra en un barco que funcionaba mal, era noruego y aceptó viajar como mecánico a bordo porque tenía cuatro hijos y había huelga en su país. No hablaba inglés y se manejó por señas y monosílabos incongruentes por la ira de que le causaba el idioma y el exceso de alcohol.

Cuando se detuvieron en Brasil, destino obligado y demorado por el mal estado del barco, bajó y pereció bajo el calor y la caña brasileña. Se volvió loco al segundo día, rompió medio bar, lo llevaron detenido y para cuando regresó en sí el barco había zarpado sin él. Fue el segundo ataque de locura.

Lo detuvieron nuevamente y decidieron sin demasiados preámbulos internarlo en el manicomio. Fueron apenas unos días de agitadas horas delirantes, enseguida se adaptó resignó olvidó.

Amanecía y era el único que se higienizaba con agua helada. El único que tenía su rincón limpio, su ropa limpia. No pedía nada, no molestaba, ni siquiera hablaba.

Solo canturreaba en una lengua que creyeron propia de su demencia. Y ese canturrear después de veinte años lo rescató.

Alguien entendió la lengua, alguien se ocupó de averiguar y de revisar su verdadera condición. Alguien rescató en un viejo diario, la noticia de una familia noruega que lo había buscado. Y después de infinitos trámites burocráticos, el coloso rubio, el loco callado que cantaba en lengua nórdica, subió a un avión y regresó a su tierra.

Aun tenía la espalda erguida y un poco de esperanza en los ojos de hielo…