Cada vez que mamá salía me dejaba una lista de tareas que eran casi imposibles de realizar. Al principio, cuando apenas tendría unos once o doce años, las apuntaba. Tenía miedo de olvidar algo y tener que escuchar los reproches de mi madre una semana completa.
Después me fui acostumbrando y las memorizaba a la perfección. Eran, si se tiene en cuenta mi edad, muchísimas tareas. Por suerte mi madre salía poco. Pero en realidad, voy a confesarlo, yo deseaba que saliera más.
Lista de tareas: despertar a mi hermano y darle el desayuno, darle su ropa y fijarme si llevaba todo para su clase particular o su clase de deporte, según el día, pasar el
plumero en todos los muebles, sacudir y tender las camas, limpiar los restos del desayuno y dejar la cocina pronta para cuando ella regresara, darle de comer al Cardenal y limpiar su jaula. Mi madre por lo general llegaba cerca de las once.
Cuando ella se iba yo me transformaba: con una enorme colcha de cama bordada me hacía una solera larga dejando ver mis hombros desnudos. Sobre mi cabeza colocaba un enorme pañuelo de la abuela en forma de turbante y encima, las frutas de plástico que usábamos en el centro de mesa. Me pintaba un poco, no mucho porque tenía temor a no poder quitarme bien la pintura, me ponía los tacones de la abuela y listo.
Así, con ese disfraz de habanera, hacía las tareas cantando y bailando sin parar. El único testigo, por escasos minutos, era mi hermano que nunca le adjudicó importancia a mi disfraz y mi forma de canto baile limpieza.
Hasta ese día que nueve y poco, recién se había ido mi hermano, tocaron el timbre. En aquella época no éramos tan temerosos de abrir la puerta, ni yo estaba en mis cabales, porque así disfrazada y cantando, abrí la puerta.
Frente a mí un joven, tendría más de veinte años tal vez, me miró con dos ojos enormes, mudo de asombro. Sería un vendedor, usaba un portafolio y corbata. Cuando vi su cara, asombrada a no dar más, detuve mi canto y cerré la puerta de un golpe, sin hablar una palabra.
Y a seguir con mis tareas, previo acomodar el racimo de uvas que con el sacudón de la puerta me caían sobre un ojo. Entonces el timbre otra vez. Esa vez demoré en atender. Pero finalmente me asomé con todo y disfraz, atónita quedé, era el mismo joven. Nos miramos. El juntó valor y con voz firme, me dijo:
⁃ Ay señorita, yo quiero casarme con usted!
Plaf! Sonó la puerta otra vez pero con mucho más fuerza. Y está de más decir que nunca más me disfracé, las tareas me resultaron insoportable y discutí mucho con mi madre por su exagerada forma de ponerme a trabajar cuando ella salía.
Al muchacho aquel… nunca más lo vi, para suerte mía… o no…