Desde pequeña demostró que su juego favorito era saltar, pisar o revolcarse en las veredas cubiertas de hojas de otoño. Su madre la llamaba riendo antes de limpiar el suelo lleno de hojas para que pudiera saltar a su antojo.
No les pareció bien ni a padres ni a vecinos que ya en plena adolescencia siguiera haciendo lo mismo. Entonces comenzó a levantarse muy temprano, antes del alba, y recorría las veredas y calles sin barrer, en puntillas o dando pequeños saltos.
Y en cada casa que le tocó vivir hizo lo mismo. Y el barrio terminaba aceptando su figura alegre pisando y saltando en la hojarasca de cada otoño.
Su marido, sus hijos e hijas, sus nietos y nietas, pasaron a considerar un juego que solo ella entendía. “ La loca del otoño”, la “ pisa hojas “, y otros sobrenombres menos buenos le pusieron. Pero nada derrotó su manía de andar entre las hojas de otoño antes del alba.
Frente a su casa construyeron una mansión de tres pisos. A su dueña le molestó aquella mujer madura que venía a pisar su vereda y desordenar sus hojas. Por eso contrató una empresa que juntaba todas las noches sus hojas y dejaba la vereda impecable.
Pero se marchó de viaje la dueña de la mansión y cuando regresó el cúmulo de hojas tenía más de cinco centímetros. Imaginarse a la loca revolcándose en su vereda la llenó de ira. Así que ella misma amontonó todas las que pudo, incluso las de otras casas y ese mismo atardecer, les prendió fuego.
La loca de las hojas se metió en la pira y sin un sonido, se fue quemando. Para cuando llegaron bomberos y ambulancias el pequeño fuego era nada, puras cenizas… y sólo encontraron unos aretes rojos con forma de hoja del otoño… de puro oro.